martes, 17 de marzo de 2020



CRISÁLIDAS EN EL REFRIGERADOR


Nada de hombres sabios ahora,
Que cada uno se arregle por si mismo
Agarre su hija y corra

                                                                                       Jim Morrison



DÍA UNO


El cuarto parece el mismo todo el día. En cuanto al ruido del tiempo, proviene creo del lento masticar de la bestia que en algún lado permanece oculta, aunque no sé exactamente donde se esconde. Deglución del ánimo, del tiempo mastodonte, del tiempo en concreto, de paso, de aplaste. Su permanente avance es como ese tajo allá arriba que nos ilumina, una grieta blanca y fluorescente colgada todo el día sin que haya algún titubeo, sosteniendo amarillentas las caras estacionadas en la nada, resecadas velas cuyo cerumen no ha dejado de gotear al calor de los días y las noches en que todo se ha ido derritiendo muy lentamente.

Aquí somos crisálidas guardadas en el refrigerador. En la celda todo parece detenido, menos el continuo ingreso de prisioneros a cada hora, mientras afuera el clima está oscurecido por las nubes de la violencia y la guerra. Eso lo sé bien, creo que no tiene ningún sentido hablar de un afuera en este momento, que se las arreglen como puedan allá. Tenemos bastante con el peso demoledor del tiempo en nuestros cuerpos aquí, convertidos en toneladas de papel secante, de periódicos y revistas viejas e inmóviles en anaqueles atestados cubiertos de herrumbre. Poco a poco el aire nos va faltando,  hacinados como paquetes, decolorados y en silencio, impregnados de urea por la humedad y el salitre que se adhiere como lenta carcoma, amarrados con soguillas en el oscuro esquinero, páginas y más páginas amarillas de guías telefónicas que se han detenido con precisa parsimonia caen una encima de otra, cubiertas por el moho verdoso en la cercanía de los baños que carecen de puertas, ubicados entre el marasmo y el sopor.


DÍA DOS


Los compañeros han hecho ingresar con sus familiares conos de hilo para mantenerse ocupados. La idea es tejer y diseñar utensilios como aretes y pulseras que luego se venderán afuera para costear en algo la alimentación de los internos. En un rincón, Cara de Bofe, teje sosteniendo los hilos en su rodilla derecha. En la casi inamovilidad producto de la aglomeración, los dedos se articulan en minuciosa labor artesanal; los compañeros dan una muestra cabal de sobreponerse a circunstancias extremas.
Pero a Bofe, las noches en desvelo por la angustia y la incertidumbre le pasaban factura. Los párpados le colgaban como descomunales escrotos suspendidos de un gancho de carnicero, trozos de grasa columpiándose hasta casi tocar el suelo, como de esos perros ingleses que nacieron tristes y viejos. Teje y teje, pero más allá de tejer, eslabona con ahínco silencioso una serpiente que a retorcijones intentará luego deshacerse de sus manos por un punzante escozor en su lomo. Bofe intenta sonreír mirando la pequeña TV que compartimos, al hacerlo construye un electroencefalograma artesanal en su vericueto de hilos y lo hace bien, curtido en su oficio de orfebre.
Se incorpora de pronto y enérgico camina hacia el televisor, se detiene hierático, el resto de los prisioneros sigue mirando la pantalla y no le presta atención. Apaga el aparato, nadie hace el menor reclamo. Los silenciosos desplazamientos de los hombres indican que se van a dormir -se supone que los automóviles deben dirigirse a sus destinos, cuando en ese instante se los escucha pasar raudamente- se acuestan en el mismo sitio de donde se han levantado y han pasado todo el día casi sin desplazarse, y fingen dormir.
Entonces me percato de que Bofe mantiene un nivel de conducción sobre los demás presos.


DÍA TRES


Los cuerpos en aquellos días, los cuerpos lineales, días que retornan al mismo punto de partida, cuerpos que se van debilitando. El paso del día y su enmohecimiento. Por la noche está prohibido dirigirse al baño y no hay guardia por si ocurre alguna emergencia.
Algo hace un chirrido potente en los barrotes y los presos nos incorporamos amodorrados, cubiertos por frazadas. Soy elegido para llevar las descomunales ollas con el desayuno a las celdas, puedo ver la pila de bidones de kerosene almacenados en la cocina a unos metros de la carceleta, y las hornillas con sus fogones donde se sancochan trozos de papas, arroz, cebollas y otras hortalizas cuyo hervor lo empavonaba todo. Un brillo lechoso se deja ver al mediodía respirando aquellos vapores, sumatoria de cuerpos vivos, sumatoria de cuerpos muertos.
Pero estábamos de madrugada y aun somnolientos.

-          ¡De pie carajo! ¡A la cuenta!

Bostezando, ovillados por el frío, empezamos la lenta procesión cotidiana reconociendo el orden de las aspas de tinta negra  en el cuaderno de listado.

-          ¡Al patio, mierdas!

Algún día recordaré esto, que amaneció y fuimos expuestos a la neblina de la madrugada en el patiecillo del penal, y el olor a creso del piso trapeado con desgano por alguien que no estoy seguro si tomaría desayuno más tarde, se impregnaba en el aire; que pudo ser en cualquier fecha, en el día conmemorativo del techo color de hueso (casi como suele estar el cielo en Lima) que los ojos se alzaban para dejarse llevar en ese momento a cualquier otro lugar, allá afuera, tras las altas ventanas enrejadas. Los brazos y piernas se estiraban luego


de horas y horas por alguna ley estampada en algún papel limpio, blanco y también quieto, petrificado en algún escritorio rodeado por la presencia del matasellos y el tampón de tinta en una de sus esquinas,.

Al ir escuchando sus nombres podían volver a la carceleta.

 A un costado un empleado, cubierta la cabeza por una frazada y sentado en un escritorio cuyo forro de cuerina gastado tenía dibujos sexuales en pedazos jaloneados. Una botella transparente de gaseosa reposa con un trozo de vela embutida recién prendida resistiendo a duras penas la penumbra. Escuchamos entre bostezos, el barullo y los gritos desde la cocina para que un par arrastre la paila con el desayuno.

El portón de rejas es abierto y el crujido da paso a tres hombres levantando pesadamente un oxidado recipiente de cobre para líquidos que llaman aquí los internos “la lechera”. Había servido por años para llevar desayuno a los calabozos. Ahora fungía de urinario mancomunado siendo dirigido a ser vaciado en las duchas. Por la cuenta, fue momentáneamente dejada cerca de la puerta de la celda colectiva, reposaba su herrumbre de latón despostillado, conteniendo el orín colectivo de aproximadamente 150 presos, esperando su paseo cotidiano.

Cuando los detenidos fueron llegando en cada vez mayor proporción al sótano del Palacio de Justicia, el pánico que manifestaban luego de la tortura en Seguridad del Estado pasaba a desasosiego por el sobre poblamiento paulatino de la celda. Cientos de detenidos con apariencia de estudiantes de asentamientos humanos de la ciudad eran recibidos, se buscaba acomodarlos tratando de aprovechar al máximo los resquicios de espacio.

Entonces “la lechera” tenía que cumplir su misión a cabalidad. Con el paso de un tiempo que no podía precisar, los litros y litros de sustancia corrosiva fueron horadando las paredes de aquel armatoste y una cisura apenas perceptible apareció; en algún momento lo encontré, no estaba seguro si los demás presos lo sabían, se asemejaba a un diminuto ombligo o una especie de ojo panóptico clavado en la base, apenas perceptible. Sabía bien que crecería, tenía a su disposición un tiempo congelado. La otra noche, en el silencio del sótano, se dejó escuchar el fluir del líquido en la rajadura, el contenido como ácida y levantisca sombra húmeda empezó a deslizarse y a rodearnos. Entonces el olor a amoníaco se hizo continuo y permanente en los charcos que no podían limpiarse. Un olor fétido y corrosivo como la certeza del encierro y los zumbidos de la corriente eléctrica en los fluorescentes siempre encendidos, nos rodeaba. El acre olor del refrigerador nos impregnaba al cerrar los ojos y volaba hacia los cerros iluminados por antorchas en la ciudad a oscuras, mientras la vela en la botella de gaseosa se iba derrumbando, fría, inútil, gastada.
Cuando se fueron manifestando los problemas previstos de la convivencia, y la organización partidaria tenía que redoblar esfuerzos, cuando los hombres no podían evitar la natural desesperación y las discusiones parecían quebrar su núcleo, entonces pensaba con fría lógica en que la verdadera y única unidad indivisible, el real encuentro de los presos, se ubicaba y se hacía realidad en aquel recipiente. La cargadera de cada madrugada se tornaba un ritual en la que el tótem se erigía como el cáliz de la bienaventuranza representando la unidad indisoluble ante la adversidad de los desencuentros y los no reconocimientos. Durante el día fuertes golpes de varas en el portón van marcando la pauta de más y más ingresos a la carceleta, uno se va acostumbrando de a pocos a la rutina.



DÍA CUATRO


Las seis de la mañana, el siniestro tajo del día que parte la noche. Me la he pasado escribiendo y escribiendo debajo de la frazada, haciendo uso de la tripa eléctrica conectada al sol y en el otro extremo por un cubo de hielo. Las horas se irán con la eternidad de mirarme la curva de los zapatos. En el vientre de un enorme pez los hombres apretujados se balancean espalda con espalda acurrucando un tiempo que demora en transcurrir, que se diseca a cada segundo pálido y desproporcionado.

Bofe sigue y sigue tejiendo, el guardia de turno que no llega con las monedas o cigarrillos, somos todos una sola masa gelatinosa. Hay algo que busca Bofe y que no puedo adivinar, se detiene rítmicamente en partes claves, como el arco en lugares determinados y en el pulseo del diapasón y cuerdas en un viejo violín tocado por un mendigo ciego, algo que involucra el hilo de su propia vida y de la cual surge un tejido sin origen ni fin, pero maniobra certero, preciso en sus puntadas. Su experiencia y habilidad me hace suponer que otras veces ya estuvo aquí, realizando su tarea personal e impulsando y exhortando al trabajo colectivo.

¿Habrá sido fortuito su encierro o cumple una tarea partidaria específica?

Escucho la carcajada proveniente del hocico de una ballena escondida en algún bolsillo, aún no tengo total certeza donde estoy, quizás dentro de una embarcación y no puedo reconocer a que puerto nos llevará.



DÍA CINCO


¿Por cuál de las puntas del hilo que teje Bofe coger la historia? Suponiendo que esta serie de pasajes que conforman los días que transcurren y que adivino tras una ventana cerrada por rejas, nos esté conduciendo a algo.

Cuando al otro lado debiera estar la luna cuarteada por la neblina. ¿A dónde seríamos trasladados los presos desde esta carceleta?

Traten de encontrar ustedes una forma, la que sea, su forma.

Quizás no pase de ser todo esto,  la lejana observación de una circunstancia que no tiene rostro. Bofe es todos los rostros que están aquí al mismo tiempo, la configuración más cercana de aquella circunstancia; he allí su poder de ubicuidad en el espacio de la carceleta, del refrigerador.

Era el observador, a su modo también. Trabajaba concienzudamente tabulando nombres, fechas de ingresos, códigos y cuadros estadísticos, sellos y más sellos, dedos embadurnados de tinta de tampón, largas horas observando diferencias y similitudes de huellas digitales en graciosas cartulinas didacto – dactilográficas en el fichaje de los presos.

Me acabo de dar cuenta de que Bofe es la voz de una conciencia tutelar y protectora, una voz autorizada por encima del audio del pequeño televisor en blanco y negro. teje y teje, sigue tejiendo nunca destejerá, nunca dará marcha atrás. Será implacable en ello. Hace poco, los hombres habían encontrado su forma de palpar el contorno del tiempo: puliendo pepas de paltas, caparazones de choros y conchas de moluscos para fabricar aretes y collares, envolviendo lana de colores o trenzando haces de junco a merced de su propia musicalidad, pauteo y ritmo, así el encierro se volvía algo sinfónico.

Bofe dispone de la batuta, marca el compás, ensimismado, instala dependencias, recoge crescendos dispone de bajos y acordes imprevistos, zurce, pule y raspa luego en la porción de una pared, en un segmento de ladrillo al que hay que volver cada mañana “hay que asegurarse de alguna forma,  saber si estamos en la mañana, compañeros, por qué, debemos saber es lo que ha de ocurrir afuera también”.
Ya por lo menos nos ocupamos a estas alturas de que exista un “afuera”.



DÍA SEIS


Afuera. Ayer estaba hablando de un afuera, de un estar allá, ¿cómo asumiría afuera lo que ha ocurrido acá adentro?

Afuera, en el pasado.

Uno frente a otro en la cantina de alguna callejuela del distrito de San Juan de Lurigancho, repartiéndose la risa cómplice y apurando los vasos de cerveza.

-          No me interesan esas canciones

Eso me dijo.

-          Pero, seguro que te dicen algo.

Y así podían pasar aquí en la prisión, miles de canciones por mi mente, una suerte de estación de radio en la cabeza, otra forma objetiva de zurcir el tiempo en el refrigerador- Entonces, venía el mozo y realizaba aspavientos con el estropajo en la mesa. El estruendo del equipo de sonido hacía que levantáramos las voces.

-          ¡No entendían un carajo! ¡Toda construcción está destinada a la entrega de vidas, pero no, eso no era suficiente, no entendían!

Aquello fue suficiente. Callé y rodeado de pronto por la brutalidad de la borrachera alrededor, alguien de mi mesa grita.

-          Un par más y nos vamos!

Presto a desaparecer mis únicas cinco lucas.

-Debo detener aquí el escrito, debe ser casi mediodía y empiezan a llegar las bolsas con alimentos debo estar atento al llamado  de mi nombre, ayer no lo escuche, y el guardia se quedó con mi comida, un momento, vuelvo…Ya esta! la recibo y ahora me arrojo a mi frazada y continúo escribiendo-

Recuerdo haber corrido mucho tiempo por un arenal vasto y que no debía voltear, por ninguna razón voltear ¿cuantas veces somos como la mujer de Lot? pero hacia donde estuviese corriendo podía ver a mis costados la retorcedura de autos chamuscados, destartalados, ómnibus volteados, quemados, con señales de piedras humeantes a la distancia, el cansancio era mi gran perseguidor y yo luchaba contra el cansancio, en contra de la quietud de ceniza de los muertos, y no debía parar, dejé atrás aquellas figuras carbonizarse. El sol se hacía enorme en el horizonte y logré llegar al borde, donde a mis pies la arena se volvía agua, me detuve y miré a una mujer que se introducía en el océano llevando una criatura entre sus brazos, desapareciendo poco a poco.
Quizás, si, quizás Bofe sabe que la única forma de dejar de ser observado es observando. El ojo panóptico de dios permanece encerrado en una pirámide, dios entero es un ojo y el ojo estaba en La Lechera. El mar desaparece frente a mí. Me quedo solo en aquel enorme y humeante terral respirando agitado, el infinito es blanco y está metido dentro de un enorme silencio.



DÍA SIETE


¿Y si me pusiese a escribir un relato?

Una vez 7 AM,

 Asentamiento humano José Carlos Mariátegui. Había tomado un microbús en la avenida Abancay, el viento soplaba fuerte.

7.24,

Larga fila de hombres que serpentea interminable, sentados en la acera, algunos fingen leer periódicos recién comprados, otros fuman por pasar el frío, caminatas de ir y venir con las manos en los bolsillos, ninguno pretende disimular su nerviosismo. Así de pronto se incorporan los que leen periódicos  y se agrupan para algo. No tienen claro para qué, pero esa incertidumbre les estimula y da a sus próximos movimientos un extraño convencimiento.

7.36,

Se incorporan, han formado en filas y columnas aun imprecisas. Un hombre joven de piernas chuecas y descosido pantalón de tela celeste mueve el brazo derecho y como articulados por una descarga eléctrica el contingente de hombres se alinean, caminan hacia un leve terraplén, terminan de organizarse y  en marcha empiezan cánticos al unísono, peatones de las veredas aledañas los miran, se les van uniendo algunos, otros dubitativos no se deciden, un policía semi escondido con las manos en la cintura desaparece.

-Debo detener el escrito, un guardia de turno cuelga su radio a baterías en la reja. No puedo ser coherente cuando trato de escribir, entrometiéndome con el material de los recuerdos-.

 Procuro cerrar los ojos.



DÍA OCHO


¿Y quién mierda soy yo para quitar a nadie su parte de dolor, su jubilosa delectación con ese dolor? ¿Quién chucha dijo eso?




DÍA NUEVE


Precisamos de la limpieza en la celda y no perder la calma, Bofe me dijo hace unas horas, en la media hora que nos correspondía diariamente para estirar las piernas en el patiecillo, que el acto y el hecho concreto son su alma, y es en ese instante, que aparece en mi mente el pizarrón del colegio nacional, que decía “prepárate para la lucha y no para el placer”, pero el alma lleva su tiempo y su rito, lo dijo, partiendo los hilos de su tejido con los dientes.

 Me quedé dormido y soñé, estaba en una especie de laguna donde unos hombres desnudos formaban un círculo, hombres de edad madura, uno de ellos muy viejo, estoy yo al medio cubierto por un abrigo. De pronto va saliendo a flote el lomo de una especie de reptil gigantesco. Le indico al hombre viejo que la mire, que no deje de mirarla pero se niega a hacerlo, la bestia enrumba su descomunal cuerpo hacia nosotros, el miedo me empuja hacia un muro de ladrillos que sobresale en el agua, lo intento escalar pero este se desmorona, miro hacia el circulo y los lugares de los hombres están ahora ocupados por mujeres indias trozando en pedazos la carne de la bestia y amputando las vísceras con machetes y cuchillos. Sonríen entre ellas hablando animadamente sobre personas que ya habían muerto, con esa atmósfera de respeto que merecen quienes han dejado de existir. De pronto todo se oscurece hemos sido cubiertos como por una enorme capa de fieltro.

-Soy un niño que tiene miedo de la música que hace el mar sin detenerse, les digo.
Camino por la arena mojada, el abrigo se descuelga de mi cuerpo y quedo desnudo.

  


DÍA DIEZ


El viento frío entra por la ventanilla en lo alto del calabozo, el mar nocturno nuevamente y su oscuridad vista desde un microbús. Una bandera rojiblanca que flamea para todos. Tintineo de monedas en la mano del cobrador, parlantes a todo volumen, los pliegues del rostro de una mujer vieja se zamaquean al ritmo del transporte destartalado de servicio público. Altura del puericultorio Pérez Aranibar, olor a estrella de mar, la palanca de cambios coronada por una esfera transparente donde flota una escarapela roja y blanca con la hoz y el martillo en el centro. Lenny Kravitz confiesa que quiere volar lejos, todos lo quisimos alguna vez Lenny. La mirada de la vieja atraviesa el asfalto, una casaca que duda en avanzar, un chico en un costado con un cigarrillo deslizándose entre sus dedos que segundos antes tamborilearon en el pasamanos. Una chica cambia la página de un libro, las monedas siguen tintineando, el ruido lacera los oídos, la corbata no se inmuta, alguien sube y se arroja pesadamente en un asiento y se queda dormido, el chofer le dice al cobrador:

-Habla!

La luz de un poste existe sólo momentáneamente para todos.



DÍA ONCE


Se me ocurrió un poema dedicado a ti y cuando lo iba a escribir se me había olvidado.



DÍA DOCE


-Escribo esto en la oscuridad bajo la frazada- He despertado de pronto con la angustia aún adherida en la lengua, me asusta darle una chance al pozo de desaliento, el debilitamiento se apodera del cuerpo y encima tengo que soportar los ronquidos.

Tengo a los recuerdos jalándolos otra vez por los pelos. Allí estas tu mirándome por aquella ventana, el sol nos ha dejado el plomo suspendido de las nubes, tú y yo de pronto echados en la cama con una bulla terrible en el interior, demasiado ruido para recibir a la noche y a tu cuerpo donde intento dormir. La cabeza es una piedra que se hunde en el agua. Hablábamos de todo lo que estaba ocurriendo allá afuera.

Me levanto y me dirijo a La Lechera, me demoro más de lo habitual. Aprovecho un resquicio para poner los pies en el aire. Voy a desaparecer todo, a abrazarte y olvidar ya verás, cuando salga será diferente ¿olvidarte? Pero si eso acá es lo que me mantiene con vida, con vida para recordar, un escudo que quizás sea momentáneo. Tengo nuevamente un sueño tomado de las alas, me acuesto y puedo dormir.



DÍA TRECE



Entonces a una orden, tomaron piedras apretándolas fuerte, se dirigieron hacia el depósito de unidades de transporte cuyo portón había sido violentado por la turba, los vidrios de las ventanillas se hicieron añicos, la muchedumbre enardecida levantaba la cubierta y golpeaba los vehículos con furia inaudita, yo observaba todo, esa rabia me era desconocida, brotaba como fuego que saliese debajo de la tierra, yo ignoraba su existencia pero allí estaba ante mis ojos.

Lograron volcar algunos vehículos retorciendo las carrocerías con sus barrotes y palos -todo esto no lo diré Señor secretario de juzgado en mi manifestación, porque se me olvidará apenas cruce la puerta de su oficina, todo eso brota señor secretario por las noches cuando duermen los cuerpos, es testimonio verdadero Señor secretario-.

Arrancaban pedazos de las carrocerías y las mujeres escogían las partes de los trozos más filudos para cortar las llantas. Yo me decía, observa, observa bien esto y no dejes de apretar fuerte la piedra que te corresponde en la mano, y recuerda en este mismo instante el frío del silencio que se impregna silbando por las hendiduras de las casuchas hechas de cartón leche gloria y apretaba  aún más fuerte mi piedra. Así lo hacía cuando todos voltearon y a lo lejos se divisaban las tanquetas porta tropas. Hicieron ulular sus sirenas en señal de emergencia, eran imágenes que aparecían en pantallas de televisores en los hogares por las noches y que de pronto nos rodearon en la cumbre de los cerros y corrimos -¿tal vez mencione esto señor secretario por el hecho de correr sin haber explicado la causa? En su manifestación usted hablará, aquí todos hablan, me dice. Acusado para que diga ¿por qué corrió y corrió hasta que ya no hubiese más tierra donde posar los pies y a orillas del mar el sol se hundía como una moneda, siempre más allá?- y le diré que no podía seguir corriendo sobre el mar, que llegué a una gran avenida y logré ver un microbús con pasajeros, me arrojé asustado y no me asomé a la ventanilla.

Así transcurría el tiempo aquí dentro, se los juro, así transcurría.



DÍA CATORCE


Los latidos esos como disparos continuos que se lanzan. Estoy conmigo en este instante detenido en el silencio. Choque de metales a la distancia, latones roídos sobre neumáticos, esófagos y radiadores hirviendo en alguna curva por El Agustino, Ermitaño, Piñonate, Yerbateros.

Aquí detenidos, comprimidos y a la espera. Yo aquí, con el cuadro permanente tras las rejas, esperando que la caída de la tarde se impregne de añil o violeta un martes por la mañana de enero o febrero, la camiseta sudorosa, el trapo del limpia parabrisas que se depositaba violento en la combada frente del automóvil con el semáforo en rojo. El trapo meneándose agresivo y jabonoso con el escupitajo que pulía la artesanía acrobática. El cuerpo escuálido orbitando tras un trozo de vidrio, cosmos de espectáculo televisivo. En algún lugar del planeta semáforo verde, verde de mi a fa, fa roja, mi verde, Reynoso dixit, estirándose de la mano un nudo en la moneda. Entonces trepa, se apodera de la llanta, desvía de pronto su carril, se agolpa e interpone. Mientras me mueva no habrá ningún ejercito de hormigas imprecisas que me vendrán con cojudeces, la resolana que levanta el sopor del chasis hacia el ansioso golpeteo de la mano sobre el timón, el pocillo despostillado que sobresale de la argamasa negruzca. Millones de cintas de videocasetes a la hora del desayuno -  ¿A qué hora llegará el desayuno a la carceleta? no vaya a ser que…hervor de cacerolas, agua para el té y un pan en el radiador, el agustino, yerbateros, piñonate, san cosme sin camisa y el tórax como un fuelle entre neblinas de diesel y cajones de frutas, rojo verde, verde rojo, verde nimbo golpeteo de la mano sobre el timón, el pocillo despostillado inútil y sonámbulo hacia otra ventanilla, un viejo que se pierde con un bulto a las espaldas, que se pierde en el espejo retrovisor, una caja de leche es una cuna, por eso sales sin camisa como un carajo de padre a navegar esa imagen que tienes de ti, a caldearla y a sopesarla, de pronto el tic tac, el tic tac es un recurso para la bendición que toma una forma hoy y se deshace como el hielo mañana, con la poderosa sensación de meter un brazo en el mar y arrancar ese reloj inadvertido, pasajero.

El timón corre y se pierde. Cada mañana, la montaña de latones reanuda su marcha abriendo y cerrando los candados con esa, su auténtica fiebre.

Afuera.


DÍA QUINCE


Ocho o nueve de la mañana. Me he cepillado los dientes, mojado el cabello, peinado y vestido con una chompa negra y pantalón de buzo azul, espero sentado que llegué mi padre con el desayuno, sombras de transeúntes por una rendija me indican que hay algo de sol afuera. Bofe dirige la centralización de los alimentos que van llegando en una especie de mesa común, se respeta a quienes no desean participar en esa distribución, no sin hacerles sentir la obligada cuota de aislamiento ¿Por qué creemos haber olvidado el sentido de la convivencia personal en comunidad? Es precisamente en estas circunstancias que vivimos donde tendrían que afinarse aún más nuestros sentidos, ellos nos indican claramente que solo como conjunto podremos soportar y hacer llevadero todo “esto”. Los animales logran articular esa forma de convivencia fuera de toda especialización racional, el asunto es como manejan los enfrentamientos. La cuestión no pasa por  fijarse a quien le traen y a quien no los alimentos, pensar en comunidad debe redundar en beneficio del individuo y todos debiésemos comer tranquilos, eso podríamos hacer. Resolver los asuntos básicos es un soporte para afrontar todos lo que ha de venir y ello requiere unidad entre nosotros.

-Escrito por la noche-


DÍA DIECISÉIS


Luego de la caminata nocturna y de vuelta a la celda, me he puesto a dibujar en mi libreta el portón de rejas con las ropas colgadas recién lavadas y secándose, un arco abierto para el paso de transeúntes, quizás falten unos 15 minutos para que la vuelvan a cerrar, una viñeta costumbrista que ya la hubiese querido realizar una especie de  pancho fierro, sobresale algo válido entre los desperdicios, descomunal montón de estampitas, valses, escapularios, acuarelas, rosarios, mantillas, picarones y vivanderas, dibujos al carboncillo amontonados en una pestilente ciudad; en especial los gallinazos en plena plaza cercanos a los canastos llenos de pescado encima de las mulas bebiendo de charcos de agua empozada y mujeres de piel negra entresacando miradas envueltas en velos, restos putrefactos de fantasmas que habitan como humo en nuestras emociones.
No se puede saber con certeza si nos trasladarán en pocos días, intuyo una especie de ensayo general alimentando el pánico con el desconocimiento, el desconcierto y los rumores que saben, andan circulando sin cesar por bocas de los carceleros.



DÍA DIECISIETE


Hoy es domingo, como todos los domingos no tendremos luz y habitaremos en catacumbas.

¿Vendrá el cura a su misa habitual y nos contará en el sermón sus aventuras de cuando fue capellán del palo de fusilamiento en El Frontón, antes de comer su pan con relleno y camote en el kiosco de la guarnición naval de la isla?

¿Qué fue de los “zapatos” que de pronto, en la lancha que lo conduciría al paredón, se sacó el hombre condenado a muerte, y se las dio para que se los entregara a su hijo?




DÍA DIECIOCHO


Llegaron comentarios provenientes de “las oficinas de los pisos superiores”, nos trasladarán dentro de poco con una gran requisa, se nos prepara un gran agasajo en el penal que nos recibirá. ¡De prisa! debo deshacerme de mis papeles.


DÍA DIECINUEVE


Esto es lo que ha de suceder en las próximas horas - escribo adivinando otra vez, renglones imaginarios en la oscuridad, sectores de papel entre las tinieblas - nos sacarán y entre el tumulto de hombres entrechocándose quedaremos momentáneamente ciegos, los colchones de esponja previamente descosidos serán cortados a trozos disparejos por la guardia para detectar si escondemos armas.
Me pregunto cuál será el destino de las telarañas hilvanadas por Bofe que no lograrán salir, ilegibles máscaras de un tiempo azaroso dirigidas hacia un futuro imposible-se escuchan las botas de goma por el pasadizo- a aquellas pulseritas se las llevará el viento y serán pelusa permanente en el dorso de los cerros.


DÍA VEINTE


Ya vienen, servicio de fuerzas especiales GAME expertos en sacarte la mierda con pasamontañas cubriéndoles los rostros, ¡pónganse en una fila ya carajo! Y si escuchas una bofetada no voltees, encógete de hombros si ves a los gallinazos estirando sus alas frente a ti, el viento que está adentro y el viento que está afuera, quisiera irme con el viento, los quince días siguientes que vendrán sin salir de dos metros cuadrados para aprender bien a estar parados sin pestañear.

Ya vienen y me estoy comiendo los papeles para memorizar las palabras que he escrito.

Con el cuerpo se quiere encerrar el alma, decía quién lo decía, bueno ya no importa, o si importa, pero lo hice.

Así fue.


DÍA VEINTIUNO


-          Bueno…ya no estoy en la carceleta, pero el escrito fue encontrado por la guardia de turno atascado entre los barrotes de una reja que mira a la playa -

Muy temprano, luego del aseo personal, me desplazo en la penumbra del pasadizo central apenas iluminada por las luces de las velas en la mesa a modo de altar, aquello brindaba el ambiente espectral de una fosa con la muchedumbre ensimismada a un costado. Aparecía entonces el viejo cura a oficiar su misa. Atisbo una celda a casi total oscuridad, un hombre arrodillado dentro de un círculo parece orar adivinándose sólo su silueta por la débil línea de luz que ingresa  por la ventanilla y en un camastro la sombra de otro hombre que duerme pegado a la pared. Entonces presto atención a la voz del viejo cura que lanza su sermón desde su lejano púlpito.

 Así hablaba…

“…Yo fui el sacerdote que lo acompañó hasta el final, el último que lo miró a los ojos antes de que se  los vendaran, sin haberle preguntado el oficial si quería ver a  quienes lo fusilarían. Aquella madrugada aun a oscuras, cuando partimos del muelle, mientras el viento frío nos cortaba la cara y en la estela que perdía su forma en el recorrido, el ruido constante del motor de la lancha  nos acercaba a la isla donde lo esperaba la estaca en la playa y la tropa arropada en frazadas con los fusiles preparados. En ese tránsito final, hubo momentos en que la neblina nos cubría y un pensamiento de terror ocupaba mi mente mientras no perdía el compás de la plegaria que por el alma de aquel indio desgraciado yo rezaba sin parar en voz alta tratando de encimar el ruido de la máquina. Cielo y mar colocaban  la nave donde viajábamos suspendida en la niebla, flotando en la nada; el pensamiento de aquel hombre que sería ejecutado en breve parecía atravesar la masa de agua, y en el silencio con el que se preparaba para recibir a la muerte, su oración interior era más poderosa que la mía; por ello yo subía la voz hasta casi el grito, hasta que a lo lejos divisáramos nuestro destino. Entonces aquel indio levantó la cabeza y despojándose de las ojotas se acercó a mí poniendo en alerta a la guardia. Les pedí le dejaran, me las entregó y suplicando habló:

tata papa apachicuy ujut’a mi churi…

Que se los entregara a su hijo en un pueblo cercano de la sierra de Lima.

Cuando llegamos a la isla, un guardia se cercioró de tener bien atado al reo. El kiosco metálico del desayuno abría sus puertas, entonces calenté mis manos en el pocillo de café, pedí una bolsa para las ojotas y le di un mordisco al pan con relleno y camote mientras esperaba que todo quedase listo para la ejecución. Me limpié la boca con el dorso de la sotana, me persigné y escuché el bostezo del oficial de mando que también desayunaba a mi lado. Caminé la distancia que me separaba hacia el palo e hice la señal de la cruz ante la frente del prisionero cubierta ya con la capucha, retrocedí. La voz de fuego y la descarga espantó a un grupo de gallinazos somnolientos levantando asustados su vuelo. El cuerpo inerme quedó tensado por las soguillas.

En mi labor de capellán de la isla de El Frontón yo acompañé todo eso durante muchos años”.

La carceleta está ya vacía, amplios espacios con las rejas abiertas. Un guardia se acerca a la televisión, la apaga y se va.

Todo queda en silencio.

Lima, Noviembre de 1992.

ISBN: 978-612-47332-0-8 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2019-16317

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