CRISÁLIDAS EN EL REFRIGERADOR
Nada de hombres sabios ahora,
Que cada uno se arregle por si mismo
Agarre su hija y corra
Jim Morrison
DÍA UNO
El
cuarto parece el mismo todo el día. En cuanto al ruido del tiempo, proviene
creo del lento masticar de la bestia que en algún lado permanece oculta, aunque
no sé exactamente donde se esconde. Deglución del ánimo, del tiempo mastodonte,
del tiempo en concreto, de paso, de aplaste. Su permanente avance es como ese tajo
allá arriba que nos ilumina, una grieta blanca y fluorescente colgada todo el
día sin que haya algún titubeo, sosteniendo amarillentas las caras estacionadas
en la nada, resecadas velas cuyo cerumen no ha dejado de gotear al calor de los
días y las noches en que todo se ha ido derritiendo muy lentamente.
Aquí
somos crisálidas guardadas en el refrigerador. En la celda todo parece detenido,
menos el continuo ingreso de prisioneros a cada hora, mientras afuera el clima
está oscurecido por las nubes de la violencia y la guerra. Eso lo sé bien, creo
que no tiene ningún sentido hablar de un afuera en este momento, que se las
arreglen como puedan allá. Tenemos bastante con el peso demoledor del tiempo en
nuestros cuerpos aquí, convertidos en toneladas de papel secante, de periódicos
y revistas viejas e inmóviles en anaqueles atestados cubiertos de herrumbre.
Poco a poco el aire nos va faltando,
hacinados como paquetes, decolorados y en silencio, impregnados de urea
por la humedad y el salitre que se adhiere como lenta carcoma, amarrados con
soguillas en el oscuro esquinero, páginas y más páginas amarillas de guías
telefónicas que se han detenido con precisa parsimonia caen una encima de otra,
cubiertas por el moho verdoso en la cercanía de los baños que carecen de
puertas, ubicados entre el marasmo y el sopor.
DÍA DOS
Los
compañeros han hecho ingresar con sus familiares conos de hilo para mantenerse
ocupados. La idea es tejer y diseñar utensilios como aretes y pulseras que luego
se venderán afuera para costear en algo la alimentación de los internos. En un
rincón, Cara de Bofe, teje sosteniendo los hilos en su rodilla derecha. En la
casi inamovilidad producto de la aglomeración, los dedos se articulan en
minuciosa labor artesanal; los compañeros dan una muestra cabal de sobreponerse
a circunstancias extremas.
Pero
a Bofe, las noches en desvelo por la angustia y la incertidumbre le pasaban
factura. Los párpados le colgaban como descomunales escrotos suspendidos de un
gancho de carnicero, trozos de grasa columpiándose hasta casi tocar el suelo,
como de esos perros ingleses que nacieron tristes y viejos. Teje y teje, pero
más allá de tejer, eslabona con ahínco silencioso una serpiente que a
retorcijones intentará luego deshacerse de sus manos por un punzante escozor en
su lomo. Bofe intenta sonreír mirando la pequeña TV que compartimos, al hacerlo
construye un electroencefalograma artesanal en su vericueto de hilos y lo hace
bien, curtido en su oficio de orfebre.
Se
incorpora de pronto y enérgico camina hacia el televisor, se detiene hierático,
el resto de los prisioneros sigue mirando la pantalla y no le presta atención.
Apaga el aparato, nadie hace el menor reclamo. Los silenciosos desplazamientos de
los hombres indican que se van a dormir -se supone que los automóviles deben
dirigirse a sus destinos, cuando en ese instante se los escucha pasar
raudamente- se acuestan en el mismo sitio de donde se han levantado y han
pasado todo el día casi sin desplazarse, y fingen dormir.
Entonces
me percato de que Bofe mantiene un nivel de conducción sobre los demás presos.
DÍA TRES
Los
cuerpos en aquellos días, los cuerpos lineales, días que retornan al mismo
punto de partida, cuerpos que se van debilitando. El paso del día y su
enmohecimiento. Por la noche está prohibido dirigirse al baño y no hay guardia
por si ocurre alguna emergencia.
Algo
hace un chirrido potente en los barrotes y los presos nos incorporamos
amodorrados, cubiertos por frazadas. Soy elegido para llevar las descomunales
ollas con el desayuno a las celdas, puedo ver la pila de bidones de kerosene
almacenados en la cocina a unos metros de la carceleta, y las hornillas con sus
fogones donde se sancochan trozos de papas, arroz, cebollas y otras hortalizas
cuyo hervor lo empavonaba todo. Un brillo lechoso se deja ver al mediodía
respirando aquellos vapores, sumatoria de cuerpos vivos, sumatoria de cuerpos
muertos.
Pero
estábamos de madrugada y aun somnolientos.
-
¡De
pie carajo! ¡A la cuenta!
Bostezando,
ovillados por el frío, empezamos la lenta procesión cotidiana reconociendo el
orden de las aspas de tinta negra en el
cuaderno de listado.
-
¡Al
patio, mierdas!
Algún
día recordaré esto, que amaneció y fuimos expuestos a la neblina de la
madrugada en el patiecillo del penal, y el olor a creso del piso trapeado con
desgano por alguien que no estoy seguro si tomaría desayuno más tarde, se
impregnaba en el aire; que pudo ser en cualquier fecha, en el día conmemorativo
del techo color de hueso (casi como suele estar el cielo en Lima) que los ojos
se alzaban para dejarse llevar en ese momento a cualquier otro lugar, allá
afuera, tras las altas ventanas enrejadas. Los brazos y piernas se estiraban
luego
de
horas y horas por alguna ley estampada en algún papel limpio, blanco y también
quieto, petrificado en algún escritorio rodeado por la presencia del matasellos
y el tampón de tinta en una de sus esquinas,.
Al
ir escuchando sus nombres podían volver a la carceleta.
A un costado un empleado, cubierta la cabeza
por una frazada y sentado en un escritorio cuyo forro de cuerina gastado tenía
dibujos sexuales en pedazos jaloneados. Una botella transparente de gaseosa
reposa con un trozo de vela embutida recién prendida resistiendo a duras penas
la penumbra. Escuchamos entre bostezos, el barullo y los gritos desde la cocina
para que un par arrastre la paila con el desayuno.
El
portón de rejas es abierto y el crujido da paso a tres hombres levantando
pesadamente un oxidado recipiente de cobre para líquidos que llaman aquí los
internos “la lechera”. Había servido por años para llevar desayuno a los
calabozos. Ahora fungía de urinario mancomunado siendo dirigido a ser vaciado
en las duchas. Por la cuenta, fue momentáneamente dejada cerca de la puerta de
la celda colectiva, reposaba su herrumbre de latón despostillado, conteniendo
el orín colectivo de aproximadamente 150 presos, esperando su paseo cotidiano.
Cuando
los detenidos fueron llegando en cada vez mayor proporción al sótano del
Palacio de Justicia, el pánico que manifestaban luego de la tortura en
Seguridad del Estado pasaba a desasosiego por el sobre poblamiento paulatino de
la celda. Cientos de detenidos con apariencia de estudiantes de asentamientos
humanos de la ciudad eran recibidos, se buscaba acomodarlos tratando de
aprovechar al máximo los resquicios de espacio.
Entonces
“la lechera” tenía que cumplir su misión a cabalidad. Con el paso de un tiempo
que no podía precisar, los litros y litros de sustancia corrosiva fueron
horadando las paredes de aquel armatoste y una cisura apenas perceptible
apareció; en algún momento lo encontré, no estaba seguro si los demás presos lo
sabían, se asemejaba a un diminuto ombligo o una especie de ojo panóptico
clavado en la base, apenas perceptible. Sabía bien que crecería, tenía a su
disposición un tiempo congelado. La otra noche, en el silencio del sótano, se
dejó escuchar el fluir del líquido en la rajadura, el contenido como ácida y
levantisca sombra húmeda empezó a deslizarse y a rodearnos. Entonces el olor a
amoníaco se hizo continuo y permanente en los charcos que no podían limpiarse.
Un olor fétido y corrosivo como la certeza del encierro y los zumbidos de la
corriente eléctrica en los fluorescentes siempre encendidos, nos rodeaba. El
acre olor del refrigerador nos impregnaba al cerrar los ojos y volaba hacia los
cerros iluminados por antorchas en la ciudad a oscuras, mientras la vela en la
botella de gaseosa se iba derrumbando, fría, inútil, gastada.
Cuando
se fueron manifestando los problemas previstos de la convivencia, y la
organización partidaria tenía que redoblar esfuerzos, cuando los hombres no
podían evitar la natural desesperación y las discusiones parecían quebrar su
núcleo, entonces pensaba con fría lógica en que la verdadera y única unidad
indivisible, el real encuentro de los presos, se ubicaba y se hacía realidad en
aquel recipiente. La cargadera de cada madrugada se tornaba un ritual en la que
el tótem se erigía como el cáliz de la bienaventuranza representando la unidad
indisoluble ante la adversidad de los desencuentros y los no reconocimientos.
Durante el día fuertes golpes de varas en el portón van marcando la pauta de
más y más ingresos a la carceleta, uno se va acostumbrando de a pocos a la
rutina.
DÍA
CUATRO
Las seis de la mañana, el
siniestro tajo del día que parte la noche. Me la he pasado escribiendo y escribiendo
debajo de la frazada, haciendo uso de la tripa eléctrica conectada al sol y en
el otro extremo por un cubo de hielo. Las horas se irán con la eternidad de
mirarme la curva de los zapatos. En el vientre de un enorme pez los hombres
apretujados se balancean espalda con espalda acurrucando un tiempo que demora
en transcurrir, que se diseca a cada segundo pálido y desproporcionado.
Bofe sigue y sigue
tejiendo, el guardia de turno que no llega con las monedas o cigarrillos, somos
todos una sola masa gelatinosa. Hay algo que busca Bofe y que no puedo
adivinar, se detiene rítmicamente en partes claves, como el arco en lugares determinados
y en el pulseo del diapasón y cuerdas en un viejo violín tocado por un mendigo
ciego, algo que involucra el hilo de su propia vida y de la cual surge un
tejido sin origen ni fin, pero maniobra certero, preciso en sus puntadas. Su
experiencia y habilidad me hace suponer que otras veces ya estuvo aquí,
realizando su tarea personal e impulsando y exhortando al trabajo colectivo.
¿Habrá sido fortuito su
encierro o cumple una tarea partidaria específica?
Escucho la carcajada
proveniente del hocico de una ballena escondida en algún bolsillo, aún no tengo
total certeza donde estoy, quizás dentro de una embarcación y no puedo reconocer
a que puerto nos llevará.
DÍA CINCO
¿Por cuál de las puntas del
hilo que teje Bofe coger la historia? Suponiendo que esta serie de pasajes que
conforman los días que transcurren y que adivino tras una ventana cerrada por rejas,
nos esté conduciendo a algo.
Cuando al otro lado debiera
estar la luna cuarteada por la neblina. ¿A dónde seríamos trasladados los
presos desde esta carceleta?
Traten de encontrar ustedes
una forma, la que sea, su forma.
Quizás no pase de ser todo
esto, la lejana observación de una
circunstancia que no tiene rostro. Bofe es todos los rostros que están aquí al
mismo tiempo, la configuración más cercana de aquella circunstancia; he allí su
poder de ubicuidad en el espacio de la carceleta, del refrigerador.
Era el observador, a su
modo también. Trabajaba concienzudamente tabulando nombres, fechas de ingresos,
códigos y cuadros estadísticos, sellos y más sellos, dedos embadurnados de
tinta de tampón, largas horas observando diferencias y similitudes de huellas
digitales en graciosas cartulinas didacto – dactilográficas en el fichaje de
los presos.
Me acabo de dar cuenta de
que Bofe es la voz de una conciencia tutelar y protectora, una voz autorizada
por encima del audio del pequeño televisor en blanco y negro. teje y teje, sigue
tejiendo nunca destejerá, nunca dará marcha atrás. Será implacable en ello.
Hace poco, los hombres habían encontrado su forma de palpar el contorno del
tiempo: puliendo pepas de paltas, caparazones de choros y conchas de moluscos
para fabricar aretes y collares, envolviendo lana de colores o trenzando haces
de junco a merced de su propia musicalidad, pauteo y ritmo, así el encierro se
volvía algo sinfónico.
Bofe dispone de la batuta,
marca el compás, ensimismado, instala dependencias, recoge crescendos dispone
de bajos y acordes imprevistos, zurce, pule y raspa luego en la porción de una
pared, en un segmento de ladrillo al que hay que volver cada mañana “hay que
asegurarse de alguna forma, saber si estamos
en la mañana, compañeros, por qué, debemos saber es lo que ha de ocurrir afuera
también”.
Ya por lo menos nos
ocupamos a estas alturas de que exista un “afuera”.
DÍA SEIS
Afuera. Ayer estaba
hablando de un afuera, de un estar allá, ¿cómo asumiría afuera lo que ha
ocurrido acá adentro?
Afuera, en el pasado.
Uno frente a otro en la
cantina de alguna callejuela del distrito de San Juan de Lurigancho,
repartiéndose la risa cómplice y apurando los vasos de cerveza.
-
No me interesan esas
canciones
Eso me dijo.
-
Pero, seguro que te dicen
algo.
Y así podían pasar aquí en
la prisión, miles de canciones por mi mente, una suerte de estación de radio en
la cabeza, otra forma objetiva de zurcir el tiempo en el refrigerador- Entonces,
venía el mozo y realizaba aspavientos con el estropajo en la mesa. El estruendo
del equipo de sonido hacía que levantáramos las voces.
-
¡No entendían un carajo!
¡Toda construcción está destinada a la entrega de vidas, pero no, eso no era
suficiente, no entendían!
Aquello fue suficiente.
Callé y rodeado de pronto por la brutalidad de la borrachera alrededor, alguien
de mi mesa grita.
-
Un par más y nos vamos!
Presto a desaparecer mis
únicas cinco lucas.
-Debo detener aquí el
escrito, debe ser casi mediodía y empiezan a llegar las bolsas con alimentos
debo estar atento al llamado de mi
nombre, ayer no lo escuche, y el guardia se quedó con mi comida, un momento,
vuelvo…Ya esta! la recibo y ahora me arrojo a mi frazada y continúo
escribiendo-
Recuerdo haber corrido
mucho tiempo por un arenal vasto y que no debía voltear, por ninguna razón
voltear ¿cuantas veces somos como la mujer de Lot? pero hacia donde estuviese
corriendo podía ver a mis costados la retorcedura de autos chamuscados,
destartalados, ómnibus volteados, quemados, con señales de piedras humeantes a
la distancia, el cansancio era mi gran perseguidor y yo luchaba contra el
cansancio, en contra de la quietud de ceniza de los muertos, y no debía parar,
dejé atrás aquellas figuras carbonizarse. El sol se hacía enorme en el
horizonte y logré llegar al borde, donde a mis pies la arena se volvía agua, me
detuve y miré a una mujer que se introducía en el océano llevando una criatura
entre sus brazos, desapareciendo poco a poco.
Quizás, si, quizás Bofe
sabe que la única forma de dejar de ser observado es observando. El ojo
panóptico de dios permanece encerrado en una pirámide, dios entero es un ojo y
el ojo estaba en La Lechera. El mar desaparece frente a mí. Me quedo solo en
aquel enorme y humeante terral respirando agitado, el infinito es blanco y está
metido dentro de un enorme silencio.
DÍA SIETE
¿Y si me pusiese a escribir
un relato?
Una vez 7 AM,
Asentamiento humano José Carlos Mariátegui.
Había tomado un microbús en la avenida Abancay, el viento soplaba fuerte.
7.24,
Larga fila de hombres que
serpentea interminable, sentados en la acera, algunos fingen leer periódicos
recién comprados, otros fuman por pasar el frío, caminatas de ir y venir con
las manos en los bolsillos, ninguno pretende disimular su nerviosismo. Así de
pronto se incorporan los que leen periódicos
y se agrupan para algo. No tienen claro para qué, pero esa incertidumbre
les estimula y da a sus próximos movimientos un extraño convencimiento.
7.36,
Se incorporan, han formado
en filas y columnas aun imprecisas. Un hombre joven de piernas chuecas y descosido
pantalón de tela celeste mueve el brazo derecho y como articulados por una
descarga eléctrica el contingente de hombres se alinean, caminan hacia un leve
terraplén, terminan de organizarse y en
marcha empiezan cánticos al unísono, peatones de las veredas aledañas los
miran, se les van uniendo algunos, otros dubitativos no se deciden, un policía
semi escondido con las manos en la cintura desaparece.
-Debo detener el escrito, un
guardia de turno cuelga su radio a baterías en la reja. No puedo ser coherente
cuando trato de escribir, entrometiéndome con el material de los recuerdos-.
Procuro cerrar los ojos.
DÍA OCHO
¿Y quién mierda soy yo para
quitar a nadie su parte de dolor, su jubilosa delectación con ese dolor? ¿Quién
chucha dijo eso?
DÍA NUEVE
Precisamos de la limpieza
en la celda y no perder la calma, Bofe me dijo hace unas horas, en la media
hora que nos correspondía diariamente para estirar las piernas en el
patiecillo, que el acto y el hecho concreto son su alma, y es en ese instante,
que aparece en mi mente el pizarrón del colegio nacional, que decía “prepárate
para la lucha y no para el placer”, pero el alma lleva su tiempo y su rito, lo
dijo, partiendo los hilos de su tejido con los dientes.
Me quedé dormido y soñé, estaba en una especie
de laguna donde unos hombres desnudos formaban un círculo, hombres de edad
madura, uno de ellos muy viejo, estoy yo al medio cubierto por un abrigo. De
pronto va saliendo a flote el lomo de una especie de reptil gigantesco. Le
indico al hombre viejo que la mire, que no deje de mirarla pero se niega a
hacerlo, la bestia enrumba su descomunal cuerpo hacia nosotros, el miedo me
empuja hacia un muro de ladrillos que sobresale en el agua, lo intento escalar
pero este se desmorona, miro hacia el circulo y los lugares de los hombres
están ahora ocupados por mujeres indias trozando en pedazos la carne de la
bestia y amputando las vísceras con machetes y cuchillos. Sonríen entre ellas
hablando animadamente sobre personas que ya habían muerto, con esa atmósfera de
respeto que merecen quienes han dejado de existir. De pronto todo se oscurece
hemos sido cubiertos como por una enorme capa de fieltro.
-Soy un niño que tiene
miedo de la música que hace el mar sin detenerse, les digo.
Camino por la arena mojada,
el abrigo se descuelga de mi cuerpo y quedo desnudo.
DÍA DIEZ
El viento frío entra por la
ventanilla en lo alto del calabozo, el mar nocturno nuevamente y su oscuridad
vista desde un microbús. Una bandera rojiblanca que flamea para todos. Tintineo
de monedas en la mano del cobrador, parlantes a todo volumen, los pliegues del
rostro de una mujer vieja se zamaquean al ritmo del transporte destartalado de
servicio público. Altura del puericultorio Pérez Aranibar, olor a estrella de
mar, la palanca de cambios coronada por una esfera transparente donde flota una
escarapela roja y blanca con la hoz y el martillo en el centro. Lenny Kravitz
confiesa que quiere volar lejos, todos lo quisimos alguna vez Lenny. La mirada
de la vieja atraviesa el asfalto, una casaca que duda en avanzar, un chico en
un costado con un cigarrillo deslizándose entre sus dedos que segundos antes
tamborilearon en el pasamanos. Una chica cambia la página de un libro, las
monedas siguen tintineando, el ruido lacera los oídos, la corbata no se inmuta,
alguien sube y se arroja pesadamente en un asiento y se queda dormido, el
chofer le dice al cobrador:
-Habla!
La luz de un poste existe
sólo momentáneamente para todos.
DÍA ONCE
Se me ocurrió un poema
dedicado a ti y cuando lo iba a escribir se me había olvidado.
DÍA DOCE
-Escribo esto en la
oscuridad bajo la frazada- He despertado de pronto con la angustia aún adherida
en la lengua, me asusta darle una chance al pozo de desaliento, el
debilitamiento se apodera del cuerpo y encima tengo que soportar los ronquidos.
Tengo a los recuerdos
jalándolos otra vez por los pelos. Allí estas tu mirándome por aquella ventana,
el sol nos ha dejado el plomo suspendido de las nubes, tú y yo de pronto
echados en la cama con una bulla terrible en el interior, demasiado ruido para
recibir a la noche y a tu cuerpo donde intento dormir. La cabeza es una piedra
que se hunde en el agua. Hablábamos de todo lo que estaba ocurriendo allá
afuera.
Me levanto y me dirijo a La
Lechera, me demoro más de lo habitual. Aprovecho un resquicio para poner los
pies en el aire. Voy a desaparecer todo, a abrazarte y olvidar ya verás, cuando
salga será diferente ¿olvidarte? Pero si eso acá es lo que me mantiene con
vida, con vida para recordar, un escudo que quizás sea momentáneo. Tengo
nuevamente un sueño tomado de las alas, me acuesto y puedo dormir.
DÍA TRECE
Entonces a una orden,
tomaron piedras apretándolas fuerte, se dirigieron hacia el depósito de
unidades de transporte cuyo portón había sido violentado por la turba, los
vidrios de las ventanillas se hicieron añicos, la muchedumbre enardecida
levantaba la cubierta y golpeaba los vehículos con furia inaudita, yo observaba
todo, esa rabia me era desconocida, brotaba como fuego que saliese debajo de la
tierra, yo ignoraba su existencia pero allí estaba ante mis ojos.
Lograron volcar algunos
vehículos retorciendo las carrocerías con sus barrotes y palos -todo esto no lo
diré Señor secretario de juzgado en mi manifestación, porque se me olvidará
apenas cruce la puerta de su oficina, todo eso brota señor secretario por las
noches cuando duermen los cuerpos, es testimonio verdadero Señor secretario-.
Arrancaban pedazos de las
carrocerías y las mujeres escogían las partes de los trozos más filudos para
cortar las llantas. Yo me decía, observa, observa bien esto y no dejes de
apretar fuerte la piedra que te corresponde en la mano, y recuerda en este
mismo instante el frío del silencio que se impregna silbando por las hendiduras
de las casuchas hechas de cartón leche gloria y apretaba aún más fuerte mi piedra. Así lo hacía cuando
todos voltearon y a lo lejos se divisaban las tanquetas porta tropas. Hicieron
ulular sus sirenas en señal de emergencia, eran imágenes que aparecían en
pantallas de televisores en los hogares por las noches y que de pronto nos
rodearon en la cumbre de los cerros y corrimos -¿tal vez mencione esto señor
secretario por el hecho de correr sin haber explicado la causa? En su
manifestación usted hablará, aquí todos hablan, me dice. Acusado para que diga
¿por qué corrió y corrió hasta que ya no hubiese más tierra donde posar los
pies y a orillas del mar el sol se hundía como una moneda, siempre más allá?- y
le diré que no podía seguir corriendo sobre el mar, que llegué a una gran
avenida y logré ver un microbús con pasajeros, me arrojé asustado y no me asomé
a la ventanilla.
Así transcurría el tiempo
aquí dentro, se los juro, así transcurría.
DÍA CATORCE
Los latidos esos como
disparos continuos que se lanzan. Estoy conmigo en este instante detenido en el
silencio. Choque de metales a la distancia, latones roídos sobre neumáticos,
esófagos y radiadores hirviendo en alguna curva por El Agustino, Ermitaño, Piñonate,
Yerbateros.
Aquí detenidos, comprimidos
y a la espera. Yo aquí, con el cuadro permanente tras las rejas, esperando que
la caída de la tarde se impregne de añil o violeta un martes por la mañana de
enero o febrero, la camiseta sudorosa, el trapo del limpia parabrisas que se
depositaba violento en la combada frente del automóvil con el semáforo en rojo.
El trapo meneándose agresivo y jabonoso con el escupitajo que pulía la
artesanía acrobática. El cuerpo escuálido orbitando tras un trozo de vidrio, cosmos
de espectáculo televisivo. En algún lugar del planeta semáforo verde, verde de
mi a fa, fa roja, mi verde, Reynoso dixit, estirándose de la mano un nudo en la
moneda. Entonces trepa, se apodera de la llanta, desvía de pronto su carril, se
agolpa e interpone. Mientras me mueva no habrá ningún ejercito de hormigas
imprecisas que me vendrán con cojudeces, la resolana que levanta el sopor del
chasis hacia el ansioso golpeteo de la mano sobre el timón, el pocillo
despostillado que sobresale de la argamasa negruzca. Millones de cintas de
videocasetes a la hora del desayuno - ¿A
qué hora llegará el desayuno a la carceleta? no vaya a ser que…hervor de
cacerolas, agua para el té y un pan en el radiador, el agustino, yerbateros,
piñonate, san cosme sin camisa y el tórax como un fuelle entre neblinas de
diesel y cajones de frutas, rojo verde, verde rojo, verde nimbo golpeteo de la
mano sobre el timón, el pocillo despostillado inútil y sonámbulo hacia otra
ventanilla, un viejo que se pierde con un bulto a las espaldas, que se pierde
en el espejo retrovisor, una caja de leche es una cuna, por eso sales sin
camisa como un carajo de padre a navegar esa imagen que tienes de ti, a
caldearla y a sopesarla, de pronto el tic tac, el tic tac es un recurso para la
bendición que toma una forma hoy y se deshace como el hielo mañana, con la
poderosa sensación de meter un brazo en el mar y arrancar ese reloj
inadvertido, pasajero.
El timón corre y se pierde.
Cada mañana, la montaña de latones reanuda su marcha abriendo y cerrando los
candados con esa, su auténtica fiebre.
Afuera.
DÍA QUINCE
Ocho o nueve de la mañana.
Me he cepillado los dientes, mojado el cabello, peinado y vestido con una
chompa negra y pantalón de buzo azul, espero sentado que llegué mi padre con el
desayuno, sombras de transeúntes por una rendija me indican que hay algo de sol
afuera. Bofe dirige la centralización de los alimentos que van llegando en una
especie de mesa común, se respeta a quienes no desean participar en esa distribución,
no sin hacerles sentir la obligada cuota de aislamiento ¿Por qué creemos haber
olvidado el sentido de la convivencia personal en comunidad? Es precisamente en
estas circunstancias que vivimos donde tendrían que afinarse aún más nuestros
sentidos, ellos nos indican claramente que solo como conjunto podremos soportar
y hacer llevadero todo “esto”. Los animales logran articular esa forma de
convivencia fuera de toda especialización racional, el asunto es como manejan
los enfrentamientos. La cuestión no pasa por
fijarse a quien le traen y a quien no los alimentos, pensar en comunidad
debe redundar en beneficio del individuo y todos debiésemos comer tranquilos,
eso podríamos hacer. Resolver los asuntos básicos es un soporte para afrontar
todos lo que ha de venir y ello requiere unidad entre nosotros.
-Escrito por la noche-
DÍA DIECISÉIS
Luego de la caminata
nocturna y de vuelta a la celda, me he puesto a dibujar en mi libreta el portón
de rejas con las ropas colgadas recién lavadas y secándose, un arco abierto
para el paso de transeúntes, quizás falten unos 15 minutos para que la vuelvan
a cerrar, una viñeta costumbrista que ya la hubiese querido realizar una
especie de pancho fierro, sobresale algo
válido entre los desperdicios, descomunal montón de estampitas, valses,
escapularios, acuarelas, rosarios, mantillas, picarones y vivanderas, dibujos
al carboncillo amontonados en una pestilente ciudad; en especial los gallinazos
en plena plaza cercanos a los canastos llenos de pescado encima de las mulas
bebiendo de charcos de agua empozada y mujeres de piel negra entresacando
miradas envueltas en velos, restos putrefactos de fantasmas que habitan como
humo en nuestras emociones.
No se puede saber con
certeza si nos trasladarán en pocos días, intuyo una especie de ensayo general
alimentando el pánico con el desconocimiento, el desconcierto y los rumores que
saben, andan circulando sin cesar por bocas de los carceleros.
DÍA DIECISIETE
Hoy es domingo, como todos
los domingos no tendremos luz y habitaremos en catacumbas.
¿Vendrá el cura a su misa
habitual y nos contará en el sermón sus aventuras de cuando fue capellán del
palo de fusilamiento en El Frontón, antes de comer su pan con relleno y camote
en el kiosco de la guarnición naval de la isla?
¿Qué fue de los “zapatos”
que de pronto, en la lancha que lo conduciría al paredón, se sacó el hombre
condenado a muerte, y se las dio para que se los entregara a su hijo?
DÍA DIECIOCHO
Llegaron comentarios
provenientes de “las oficinas de los pisos superiores”, nos trasladarán dentro
de poco con una gran requisa, se nos prepara un gran agasajo en el penal que
nos recibirá. ¡De prisa! debo deshacerme de mis papeles.
DÍA DIECINUEVE
Esto es lo que ha de
suceder en las próximas horas - escribo adivinando otra vez, renglones
imaginarios en la oscuridad, sectores de papel entre las tinieblas - nos
sacarán y entre el tumulto de hombres entrechocándose quedaremos
momentáneamente ciegos, los colchones de esponja previamente descosidos serán
cortados a trozos disparejos por la guardia para detectar si escondemos armas.
Me pregunto cuál será el
destino de las telarañas hilvanadas por Bofe que no lograrán salir, ilegibles
máscaras de un tiempo azaroso dirigidas hacia un futuro imposible-se escuchan
las botas de goma por el pasadizo- a aquellas pulseritas se las llevará el
viento y serán pelusa permanente en el dorso de los cerros.
DÍA VEINTE
Ya vienen, servicio de
fuerzas especiales GAME expertos en sacarte la mierda con pasamontañas
cubriéndoles los rostros, ¡pónganse en una fila ya carajo! Y si escuchas una
bofetada no voltees, encógete de hombros si ves a los gallinazos estirando sus
alas frente a ti, el viento que está adentro y el viento que está afuera,
quisiera irme con el viento, los quince días siguientes que vendrán sin salir
de dos metros cuadrados para aprender bien a estar parados sin pestañear.
Ya vienen y me estoy
comiendo los papeles para memorizar las palabras que he escrito.
Con el cuerpo se quiere
encerrar el alma, decía quién lo decía, bueno ya no importa, o si importa, pero
lo hice.
Así fue.
DÍA VEINTIUNO
-
Bueno…ya no estoy en la carceleta, pero el escrito fue encontrado por la
guardia de turno atascado entre los barrotes de una reja que mira a la playa -
Muy temprano, luego del
aseo personal, me desplazo en la penumbra del pasadizo central apenas iluminada
por las luces de las velas en la mesa a modo de altar, aquello brindaba el
ambiente espectral de una fosa con la muchedumbre ensimismada a un costado. Aparecía
entonces el viejo cura a oficiar su misa. Atisbo una celda a casi total
oscuridad, un hombre arrodillado dentro de un círculo parece orar adivinándose
sólo su silueta por la débil línea de luz que ingresa por la ventanilla y en un camastro la sombra
de otro hombre que duerme pegado a la pared. Entonces presto atención a la voz
del viejo cura que lanza su sermón desde su lejano púlpito.
Así hablaba…
“…Yo fui el sacerdote que
lo acompañó hasta el final, el último que lo miró a los ojos antes de que
se los vendaran, sin haberle preguntado
el oficial si quería ver a quienes lo
fusilarían. Aquella madrugada aun a oscuras, cuando partimos del muelle,
mientras el viento frío nos cortaba la cara y en la estela que perdía su forma
en el recorrido, el ruido constante del motor de la lancha nos acercaba a la isla donde lo esperaba la
estaca en la playa y la tropa arropada en frazadas con los fusiles preparados.
En ese tránsito final, hubo momentos en que la neblina nos cubría y un
pensamiento de terror ocupaba mi mente mientras no perdía el compás de la plegaria
que por el alma de aquel indio desgraciado yo rezaba sin parar en voz alta
tratando de encimar el ruido de la máquina. Cielo y mar colocaban la nave donde viajábamos suspendida en la
niebla, flotando en la nada; el pensamiento de aquel hombre que sería ejecutado
en breve parecía atravesar la masa de agua, y en el silencio con el que se
preparaba para recibir a la muerte, su oración interior era más poderosa que la
mía; por ello yo subía la voz hasta casi el grito, hasta que a lo lejos divisáramos
nuestro destino. Entonces aquel indio levantó la cabeza y despojándose de las
ojotas se acercó a mí poniendo en alerta a la guardia. Les pedí le dejaran, me
las entregó y suplicando habló:
tata papa apachicuy ujut’a mi churi…
Que se los entregara a su
hijo en un pueblo cercano de la sierra de Lima.
Cuando llegamos a la isla,
un guardia se cercioró de tener bien atado al reo. El kiosco metálico del
desayuno abría sus puertas, entonces calenté mis manos en el pocillo de café,
pedí una bolsa para las ojotas y le di un mordisco al pan con relleno y camote
mientras esperaba que todo quedase listo para la ejecución. Me limpié la boca
con el dorso de la sotana, me persigné y escuché el bostezo del oficial de
mando que también desayunaba a mi lado. Caminé la distancia que me separaba
hacia el palo e hice la señal de la cruz ante la frente del prisionero cubierta
ya con la capucha, retrocedí. La voz de fuego y la descarga espantó a un grupo
de gallinazos somnolientos levantando asustados su vuelo. El cuerpo inerme
quedó tensado por las soguillas.
En mi labor de capellán de
la isla de El Frontón yo acompañé todo eso durante muchos años”.
La carceleta está ya vacía,
amplios espacios con las rejas abiertas. Un guardia se acerca a la televisión,
la apaga y se va.
Todo queda en silencio.
Lima, Noviembre de 1992.
ISBN: 978-612-47332-0-8 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2019-16317
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