LA SUPERFICIE
Donde
tan solo pensar, es estar lleno de tristeza
John Keats
Mientras
el cuerpo caía por el tragaluz del edificio, la escalera de mármol en laberíntico espiral amplificaba el trayecto.
En aquel instante se entremezclaron en su cabeza los fragmentos dispersos de su vida, como en aquel espejo que su mujer le había regalado
por su cumpleaños. Antes de tocar la superficie, en solo milésimas de segundos
su memoria reconoció lo ocurrido
hacía largo tiempo. Era tarde para cambiar siquiera algún detalle.
Asomó
el impacto. El final.
I
Ella
era profesora de secundaria en
un colegio estatal de la zona, su condición era cesante, pero había
decidido continuar su labor por horas, apoyando así a su marido en los pagos de
servicios. No tenían hijos, su
única compañía era Imelda una perezosa gata de angora.
Se
preciaban de vivir en una calle apacible, con quintas y jardines bien cuidados,
no lo suficientemente bien iluminada. Podría decirse que aquella zona
residencial le permitía a los esposos Colchado llevar una vida tranquila, sin
inmiscuirse en las vidas de las familias aledañas compuestas también por
parejas que en su mayoría superaban la edad promedio, cuyos hijos crecieron y
se habían marchado.
El
avispero citadino se encontraba en la avenida más cercana donde transcurría un
impredecible mar humano a tempranas horas. Era necesario que Dante Colchado
bajase a esa arteria cada vez que necesitaba tomar la movilidad, costumbre que
mantenía de forma inter diaria
dos veces por semana, decidido a ahorrar combustible del viejo Volkswagen que
mantenía en buen estado, aprovechando los domingos por la tarde para salir a
darse una vuelta en el “capacho”, como le llamaban, algunos pastelillos o
empanaditas por ahí, luego una vuelta hasta un pequeño parque al comenzar la
avenida Salaverry para regresar a casa a mirar algo de TV y luego dormir.
El accidente lo cambió todo.
Un día temprano, Colchado esperaba en el paradero, cuando uno de esos buses
enormes de transporte público retrocedió sin percatarse de peatones cercanos y
arrojó el cuerpo del hombre por los aires.
El
dictamen médico certificó:
OCLUSIÓN SEVERA DE LOS LIGAMENTOS DE LAS VERTEBRAS. PARÁLISIS PERMANENTE DE LOS
MIEMBROS INFERIORES.
No
hubo tiempo para echarse a llorar. Una peregrinación de casi nueve meses entre
internamiento, chequeos y operaciones al hueso sacro que requerían de exámenes
previos. Una leve disminución de la audición, medicamentos, antibióticos,
ventanillas y formularios; eso sin contar las veces que, luego de las
intervenciones quirúrgicas, antes del proceso de rehabilitación debieron ver
cambiadas sus fechas de citas intempestivamente en los trámites de jubilación
en la Caja de Créditos. Ir
y venir desgastante de la pobre esposa que felizmente encontró un reemplazo en
su centro de labores.
Cuando
el paciente volvió a casa, el frenético ritmo al que estuvieron sujetos fue
amainando. Tuvieron que encarar el
acostumbramiento del anciano a la condición de permanentemente postrado
a una cama mientras se adecuase a la rehabilitación.
La
pareja lo tomó pese a todo con calma sorprendente, como una especie de
vacaciones adelantadas y tratando de despejar el halo trágico del accidente.
Dejándose llevar por el vaivén cotidiano, suplieron los habituales ritos de la
vida en casa por otros sin anuncio de ningún tipo, sin aspavientos y menos
dramatizaciones, como sí entre ellos ahora se estableciese un pacto silencioso sobre lo ocurrido.
Una
de esas noches, Dante Colchado comía algo frugal antes de dormir y se
encontraba absorto en la lectura de un magazine de Atalaya de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días, cuando su
mujer llorosa le cruzó los brazos por detrás. Ese fue el único instante en que
las lágrimas de ella y el silencio de él parecieron quebrar el acuerdo. Dante sorprendido no atinó a responder al gesto. A
unos metros Imelda miraba fijamente la escena.
A
duras penas podía ir al baño, Alicia lo dejaba en su cama la mayoría de veces
con los pantalones meados. Debían conseguir una silla de ruedas lo más pronto
porque el humor del hombre, casi siempre afable y silencioso, fue
paulatinamente pasando de la incomodidad, estoicamente soportada los primeros
meses, a una preocupación por
los cambios repentinos que los cuidados requerían, conduciéndole a frecuentes
crisis de mal humor.
Transcurrieron
otros meses, los estragos del accidente del marido se percibían ya en la
acumulación de deudas. Lo inmediato fue cubrir el alquiler de casa. La casera, una mujer viuda de unos
ochenta años que transcurría el día en pijamas y babuchas y que criaba dos
nietos ya adolescentes absortos en videojuegos, había estado esperando la
ocasión de invitarles a desalojar con el pretexto de remodelar la vivienda en
su totalidad, pero el real motivo era alquilarla a otros inquilinos más jóvenes
que pudiesen asumir refacciones, los nuevos precios y condiciones. Dios
mediando sus adelantadas condolencias, con aire de preocupación, tocó la puerta
cinco días luego del accidente cuando el esposo aún se hallaba en el hospital. Al disculparse por dar por muerto al
marido, fue al grano con la mujer, le recomendó pensar en si les convenía dejar
el departamento por algo más cómodo, es más, acababa de ver en el periódico una
oferta interesante que quedaba en el centro de Lima; que no se asustase porque
una prima hermana que vivía muy cerca de allí le había contado que los vecinos
se habían puesto de acuerdo para pagar vigilancia particular que realizara
rondas las 24 horas del día, el edificio estaría resguardado.
La
esposa decidió conocer el
departamento en la avenida Tacna. Quedaba en un edificio decadente y vetusto,
pero amplio, que de seguro conoció mejores tiempos. Se dirigió al noveno piso, apenas si revisó que
tuviese una puerta segura y un baño decente, de que el ascensor funcionase y
quedó convencida en tomar la
pieza, más que por el lugar,
por las cuentas que había calculado costaría el proceso de rehabilitación de su
marido. Pasó por alto acostumbrarse a la
semi penumbra de pasillos largos y ambiente algo tétrico de puertas blancas.
Le
llamó la atención no percatarse de ningún vecino. Los pasadizos no tenían
ventanas y pese a ser de día aquellos ambientes carecían de ingreso de luz. La
arrendataria, una mujer flaca y seca en su trato, de unos setenta y tantos años
con una evidente y gastada peluca roja la atendió en bata de dormir. Maquillada
algo más de la cuenta y con cigarrillo en mano le explicó que los fluorescentes
necesitaban ser cambiados, pues reconocía, que pese a estar prendidos
permanentemente, no conseguían iluminar lo suficiente. La promesa de cambiarlos
en el tiempo más breve - con el adelanto del alquiler - alentó a duras penas a
Alicia. Pasaron al departamento, constaba de sala, comedor, baño sin terma y un dormitorio. Como enganche
la arrendataria le propuso pagar solo un mes adelantado.
En la conversación de la noche con su marido,
él tomó la decisión de mudarse para no darle el gusto a la casera de correrlos.
La propietaria prometió devolverles
la garantía, algo que no era usual en ella. El monto no era poca cosa y con
unos ahorros más que les permitía la jubilación, se establecieron dejando
pagados ocho meses.
Por
suerte, antes de la mudanza consiguieron la silla de ruedas en un lugar de
compraventa de objetos usados a precio ganga. Con ese aparato y las pocas cosas que tenían, un par de
maletas con ropas, algunos utensilios de cocina, un balón de gas, un equipo
pequeño de sonido con grabadora de casette, el televisor que se les había
malogrado recientemente e Imelda, cambiaron de vivienda.
Fue
así que seis meses después de haberse trasladado al noveno piso del edificio Maldoror, el espejo llegó a la vida de Dante Colchado Meneses.
II
Sucedió
cuando celebraba un año más de vida. La mujer le había dejado el almuerzo
preparado, regresó a eso de las seis de la tarde con un trozo de torta de
chocolate en un recipiente de tecnopor y un paquete plano de forma rectangular
envuelto en papel regalo del tamaño de un cuaderno de notas. El hombre sopló las velitas, rompió
el papel de regalo. Parecía una pequeña reliquia colonial enchapada en madera
color azul eléctrico con detalles sinusoidales dorados, rojos y verdes en los bordes. Era un
espejo de mano pequeño fabricado con delicadeza en su acabado.
Dante
quedó observándolo detenidamente.
-
Es bonito ¿no te
parece? un lindo trabajo quizás hecho por algún artesano de Huamanga o
Huancayo, de alguno de esos lugares. Dijo ella.
-
Si, parece antiguo.
-
Lo compré en una feria
de en el Campo de Marte. Pensé que te sería útil para afeitarte y no tengas que
estar movilizándote al baño.
El hombre se miró. Se sentía raro, como si luego de casi un año de
agitación y de haber sido zarandeado de un lugar a otro, en ese instante recién
capturaba la noción de su estado. Pensó que en realidad le vendría bien una
buena afeitada.
Al día siguiente desde las ocho estaba ya rasurado y peinado.
Se sirvió del desayuno que compartió con su mujer. Luego que ella
se marchó puso en su regazo el espejo,
acarició el marco. De pronto le vino un deseo, casi jugando fue a la
ventana, apuntó hacia afuera el espejo, a las calles. De rebote miró un
improvisado tumulto de adultos y escolares que se apelotonaba para subir a un
ómnibus, un policía lanzaba una pitada y ordenaba que el tráfico se detuviese,
cientos de piernas que asemejaban tijeras se movilizaban, un ropero empinado en
una carretilla amarrada con sogas y empujado a duras penas por un pordiosero,
la imagen desdoblada de una penitente con hábito y mantilla que miraba en una
pared de vidrio, una reja abriéndose con el quejido prolongado de sus goznes y
una serie de puertas en un pasadizo, otra mujer sentada desgranando un choclo,
la flota que retomaba su marcha luego de la luz verde.
Miraba las imágenes con avidez; los detalles de
las vivencias cotidianas le parecían nuevas desde aquel nuevo reflejo. Detalles
en los que no había recalado durante toda una vida caminando por esas mismas
calles. Imelda se acercó lentamente a la
cama maullando por algún pedazo de lo que fuese. Entonces algo cansado Dante dejó el espejo en la mesita
de noche.
Durante algunos días la rutina se repitió, apenas
su esposa salía, iba a la ventana y miraba las calles en el espejo, luego se echaba a la cama dormitando con las imágenes del
tráfago en su cabeza. Se sentía extraño.
Una mañana Dante escuchó tras el ruido lejano de una ducha abierta el
sollozo de una niña. Apenas un gimoteo imperceptible. Los amplios ambientes de
los pasadizos, la anchura de la escalera con escalones de mármol y balaustrada
de madera pulida, los rumbos curvos casi en penumbra con las puertas color
marfil siempre cerradas, destacaron el lamento. En el eco de los pasillos
aquello se perdía por los demás pisos del edificio. Fue
quizás un poco antes del mediodía;
en un primer momento aquel llanto se prolongaba en su monotonía, le pareció
provenir de la argamasa de sonidos de la calle pero al ir declinando la bulla
citadina de la agitación tempranera, el lloriqueo continuaba prolongado y
lánguido sostenido por la caída de agua, luego cesaban ambos de la misma forma
que habían venido.
Al tercer día de la
repetición, antes que se hiciese de noche, cuando su esposa lo sacaba en la
silla de ruedas a dar un paseo acostumbrado por la cuadra, trato de ver a
alguien en los pasillos, ningún vecino, ninguna puerta se entreabría, nadie que
subiese o bajara las escaleras, mucho menos podía saber Dante, de cuál de los
departamentos provenían los sollozos, no le había contado nada a su
mujer.
En los días siguientes volvía a manifestarse el suceso. Cuando los demás
ruidos urbanos de la mañana cesaban, el anciano se ensimismaba tratando de
reconocer su procedencia, era inútil, de allí devino su ansiedad por saber de
dónde provenía. Las primeras veces fueron unos gemidos secos como de una
lastimera exigencia, pero en los siguientes parecían querer articular palabras.
El chorro de agua era el telón de que
fondo que borboteaba constante, monocorde.
Una tarde, su esposa lo despertó para almorzar. Había regresado algo
temprano y comerían juntos a pesar de que ya pasaban las 4 de la tarde y él no
había querido probar bocado de la comida guardada en el refrigerador.
-
Deberías venir temprano
más seguido. Le dijo casi sin mirarla.
-
Pero bueno, no sé lo
que me dirán mañana, ¡bah! No importa. Oye te cuento, no me creerás ¿recuerdas
la casona antigua a unas tres cuadras del colegio? desapareció de pronto.
Dante comía sin
despegar la vista de su plato. La mujer continuó
-
Es un fastidio esa
labor de oficina luego de clases, esta vez no me quedé,
-
¿Cómo que desapareció
de pronto?
-
Si, supongo que la
demolieron, ¿no se desvaneció en el aire no? Pero lo que me sorprende es que
haya sido tan rápido, esta mañana temprano he pasado por allí, imposible no
verla, aún estaba y entera.
- Quizás ya habían empezado a demolerla días
atrás o semanas pero no te
diste cuenta.
-
Puede ser, pero la
casona estaba en pie esta mañana, te lo juro, quizás la demolición total ha sido
sólo en horas y tú vieras, está el terreno limpio y barrido, ni rastros de la
casa.
El
hombre acabó de comer, se colocó los anteojos, tomó el periódico que su mujer
había dejado sobre la cama abriéndolo en su primera página, se sentó allí y sin
mirarla, añadió.
-
Probablemente irán a
construir otro de esos supermercados o edificios nuevos.
La mujer hizo un silencio repentino, pero luego su voz adquirió un tono
extrañamente confesional.
-
Desde que nos mudamos
he pasado por allí en la movilidad muchas veces. Hoy al ver aquel espacio
vacío, de pronto sentí que algo me había sido extirpado, creerás que soy una
loca, pero es posible que lo relacione con tu accidente, algo que a mí me
hubiesen de pronto arrancado del cuerpo. Lo cierto es que bajé del bus, no sé
porque lo hice, era una locura, caminé por ese terreno arrasado, lo sentí
grande, es probable que no sólo haya sido una casa sino varias las que
demolieron. Al caminar iba percibiendo la ausencia de los muros, me decía a mí
misma “aquí estaba la puerta, acá los ventanales amplios, aquí el jardín” me di
cuenta que en el frontis de lo que era la puerta principal había un árbol, me
sorprendí aún más por el hecho de que no habiendo prestado atención al interior
de ese lugar, sabía perfectamente que allí había un árbol, un ciprés para ser
más exactos…que hayan demolido una casa o varias casas…pero arrancado un
árbol…¿me estas escuchando Dante?
-
El hombre bajó el
periódico. Los anteojos habían resbalado a la punta de su nariz, la miro por
encima de ellos.
-
Si, te escuchaba Alicia, te escuchaba.
La
mujer calló, pensó que a él le incomodaban esos comentarios algo estrambóticos,
lo notó algo preocupado pero no le preguntó nada, ella continuo comiendo en
silencio.
A
la mañana siguiente, antes de ir a trabajar, Alicia tenía que cumplir alguna
diligencia relacionada con el tratamiento, lo que significaba que volvería más
tarde, cuando salió, Dante volvió a tomar el espejo. Imelda maullaba en
posición invertida y sentada en el techo.
Esta
vez la superficie dejaba instalarse las imágenes de un taxista obeso que lamía
un chupetín, un hombre de rostro arrugado con gorrita de tweed fumando en la
parte trasera de un auto con el cinturón de seguridad puesto y hablando solo,
piernas y más piernas que como tijeras iban cortando y segmentándose, una
pareja joven bajando de unas escaleras y caminando apurados de la mano. Una
mujer madura que iba y venía sin rumbo con la mirada extraviada rebuscando en
los tachos botellas de plástico que iba amarrando con una cuerda a su cintura.
De pronto el llanto de
la niña volvió. Cuando Dante lo escuchó le dio la sensación de que hacía mucho
rato que estaba manifestándose. La voz parecía extenuada pero a pesar de su
agotamiento no dejaba de suplicar en intervalos concatenados.
-
Ya no mas no mas no mas
paap…
Dante
sintió miedo, no precisamente por el sonido ni porque hubiese deletreado algo
en el balbuceo, sino por el desconocimiento del motivo por el que lloraba;
sintió miedo porque lo trasladó a un pasaje de su niñez y recordó de súbito a
su hermano mayor. Tendría este unos seis o siete años cuando los azotes de su
padre caían uno tras otro sobre su cuerpo en la ducha prendida para que los
vecinos no escucharan los gritos. Uno tras otro la mano dejaba caer los
latigazos mientras él suplicaba porque se detuviese. En el núcleo de la remembranza lo que le
estremeció hasta el temblor fueron las palabras de su hermano que reiteraban
amor por la mano que le golpeaba con fiereza, como si la súplica no buscase
aplacar la violencia sino manifestar su agradecimiento al padre agresor.
Un teléfono lejano
timbró, se estremeció en la silla de ruedas. El llanto de la niña y el chorro
se detuvieron, también su recuerdo desapareció en un corte seco. Las timbradas
se prolongaron, no se decidía a salir para reconocer de dónde provenía. Imelda
lo miraba fijamente. Se decidió, abrió la puerta, pero las timbradas cesaron.
Entonces, un extraño
silencio asomó como una pausa contenida en la respiración, como de alguien que
agazapado estuviese observándolo desde algún rincón lejano o cercano de aquel
edificio y esperase reconocer la superficie de su miedo, una mirada penetrante
y aguda que no podía precisar en su origen.
El anciano cerró la
puerta.
III
Un día el llanto dejó
de manifestarse, aguzó el oído
pero fue inútil y entonces para recuperar la consciencia de sus acciones
cotidianas, tomaba el periódico de la mesa y pasaba las hojas sin detenerse en
algo que realmente le interesara. Esa mañana quiso olvidarlo todo, tal vez ya
no se manifestaría más, quizás esa fantasía se debía, pensó, a la vida
improductiva que llevaba y el no despejar la mente relacionándose con otras
personas. Se preguntó si podría encontrar alguna actividad que le permitiese
recuperar una actitud vital y comunicativa. Buscó en las páginas del diario
deteniéndose en la sección de empleos, se percató de que ya no existía la sección de Empleos como tal sino
una mínima columna, no encontró algo que considerase valioso de tomar en
cuenta a su edad y obvias limitaciones; a lo más ofrecían empleos de hablar por
teléfono, quizás relacionados a ventas ¿cómo se llamaba eso? Tenía un nombre en
inglés. No se desanimó, esperó con ánimo a que llegase su mujer.
Le entusiasmó poder
contarle aquella inquietud de querer trabajar en algo, no sería fácil por el
desplazamiento pero aprendería a manejarse por sí solo.
Cuando llegó su mujer y comían en silencio su entusiasmo se diluyó como
vino. Los recuentos que ella hizo de los gastos, la mención del dictamen médico
y el tiempo que llevaría la rehabilitación para manejarse el resto de sus días
en una silla, le desanimaron de golpe.
Al siguiente día volvió
a escuchar el lloriqueo y el chorro de agua
de manera abrupta e intensa. Le vino un sobrecogimiento helado, un miedo
que se manifestaba en sus manos y que fue subiendo por sus antebrazos y
hombros; miró la puerta y enfilo decidido la silla de ruedas. Le vinieron
ansias de saber de una vez por todas de dónde provenía, quizás se encontraría
con la madre de aquella criatura, le preguntaría la razón y aquel llanto se
acabaría de una vez por todas.
Al abrir, la oscuridad pesada llegó a sus ojos,
los reflejos color marfil de las puertas con sus manubrios dorados llegaban
apenas perceptibles, se detuvo en el marco, dudó por un instante, pero salió.
Espero que el llanto se incrementase o disminuyese y que este desnivel le diera
la orientación necesaria para hallar el departamento del cual surgía. La voz se
mantenía en un sollozo tenue pero claro, que de manera diferente a como había
aparecido no era ya angustioso, el chorro de agua si era continuo, invariable,
como una cortina o cascada sobre la cual el sonido se sostuviese a duras penas
estallando sobre el suelo.
Dante dirigió la silla
hacia el punto de donde creyó podía venir el sonido, pero de pronto se
arrepintió de ese norte, cambiaba hacia otro y volvía, en ese vaivén se había
alejado de su departamento. La oscuridad no le ayudaba mucho, en ese momento
perdió consciencia casi total hacia
donde tenía que ir, su puerta estaba muy junta impidiendo la luz, pensó en
retornar pero no reconocía el trazo recorrido.
Podía llamar a la gata para que
se acercara a la puerta pero el intento de su voz era muy débil, inaudible,
además tuvo la impresión de que Imelda no querría acercarse a él. En unos
segundos se percibió a sí mismo, a su cuerpo con la silla de ruedas como un
solo músculo hibridado, soldado, de carne y metal en el aire, como si no tuviese piso y lo mismo
podía a estar a miles de metros sobre la tierra flotando en el oscuro e
infinito espacio y aquella sensación que vino a su consciencia le hizo estremecerse de pánico. Sus manos
crispadas tomaron las ruedas de la silla como para asirse a algo concreto, supo
que aquello era inútil porque aquel metálico soporte que le sostenía era una
plataforma que servía de recipiente para un muñeco de trapo desarticulado e inútil
que habían dejado allí olvidado hace muchísimo tiempo, ese tiempo se había
fusionado en las dimensiones del espacio oscuro que le rodeaba. Se percató de que había alejado su atención
del llanto que era ahora casi inaudible, a la vez que reconoció con luz muy
débil su propia ubicación en el pasadizo.
Aliviado por la certidumbre, cogió las
ruedas de la silla para volver, entonces con horror vio lentamente una sombra
indefinible en la casi oscuridad que sin hacer el menor ruido subía las
escaleras. Por la cadencia de su ascenso, apenas se podía percibir su forma
humana al aparecer completo, Parecía un hombre de edad madura, cuando estuvo
mejor posicionado en la mirada del anciano perfiló mejor sus contornos, vestía
una camisa blanca y un saco y pantalón oscuro, se quedó quieto y miró a Dante
fijamente. Este no le pudo ver el rostro cubierto por sombras. El inválido
estaba tieso por el terror, aquello duró unos segundos, luego el ser volvió a
bajar con la misma parsimonia con la que había subido los peldaños y
desapareció.
Dante se recuperó, giró
la silla al tener noción de la distancia a su puerta, ingresó a su departamento
y se encerró.
IV
En
la cena mantuvo un mutismo total que extrañó aún más a su mujer.
-
¿Te encuentras bien? No
entiendo que te pasa, creo que llevaré a arreglar el televisor, así podrás
entretenerte con eso.
-
No mujer, necesitamos
dinero y lo vas a tirar en ese aparato.
-
Me preocupas Dante, es
mejor que tengas alguna distracción o actividad.
-
Leo el diario y
resuelvo crucigramas, después hago un poco de ejercicios, tengo una rutina,
además espero que nos puedan dar el horario de rehabilitación.
-
Espero que sea pronto,
la atención en el seguro social demora, tú sabes.
-
¿Por qué llegaste
tarde?
-
Tuve que visitar a la
colega que me reemplazó luego del accidente y que vive en un cruce de la
avenida Brasil por Pueblo Libre. Quería agradecerle y pagarle por las horas de
apoyo.
Alicia esbozo una
sonrisa apacible.
-
¿Qué pasó? Pregunto su
marido.
-
Al bajar del bus me
sucedió algo extraño, te lo contaré. Caminé un par de cuadras, de pronto la
neblina copó todo, no se distinguía de una cuadra a otra. Suele ser así la zona
en invierno pero hoy no se veía a nadie en las calles, estaban vacías y sentí
algo de temor, ya sabes cómo está Lima, cualquiera tiene temor de que te
asalten a cualquier hora del día. De la niebla y a la distancia de una cuadra
creo, una mujer anciana con un joven con anteojos de carey de lunas muy gruesas
que parecía tener retardo mental aparecieron, el joven caminaba con algo de
disfuerzo y hacía gestos de risa, venían hacía mí. La señora que llevaba gafas
oscuras, le tomaba del brazo, era pequeña y muy vieja. Los dos eran ciegos, no
podía saber quién guiaba a quien, ambos llevaban bastones pero se desplazaban
con bastante seguridad para ser ciegos. El pantalón oscuro del joven le quedaba
pequeño, tenía la basta encima del tobillo y dejaba ver unas medias blancas
percudidas. La anciana tenía una canasta de paja en la que sobresalían
verduras, parecían venir de hacer el mercado, giraron hacia su derecha y
quedaron a la entrada de una casa tipo chalet bordeada por un cerco y cuya
puertecilla de madera externa empalmaba con un serpentín breve de césped que
llevaba a una puerta semi ovalada. En la entrada se quedaron indecisos, les di
el alcance con algo de prisa, entonces la anciana hizo un gesto con la mano,
apresurándome, noté que el joven siseaba con esa respiración difícil que tienen
los asmáticos, en su convulsión su rostro esbozaba el rictus de una carcajada
angustiosa. Me dijo la mujer “Disculpe, hemos olvidado la llave dentro. Vivimos
solos y no sabemos que hacer” metió el joven una mano a su bolsillo y dejando
con la otra el bastón en el suelo sacó un papelillo arrugado que alisó. Me lo
entregó e intentando calmarse, volvió a tomar el bastón. Parecía que estas
acciones le habían agitado por demás, el siseo se intensificaba; vi apuntado un
número telefónico con un nombre y apellido. La anciana suplicó “¿Puede llamar a
ese número por favor y decirle a esa persona que nos venga a recoger?” dígale
que la señora Rita le espera en la casa de la avenida, nada más, él vendrá.
Eché una mirada a las calles, la neblina aún no se despejaba y no podía
precisar alguna bodega o local donde llamar. Les indiqué “espérenme un momento,
veré si encuentro una tienda, mi celular no tiene saldo” Hicieron el gesto de
querer sentarse en el peldaño de piedra de la puerta y los ayudé, noté que al
joven le costaba gran esfuerzo doblar las rodillas quizás por la estrechez del
pantalón, era como si su cuerpo tuviese la fragilidad de un afiebrado. La
anciana sacó de la canasta un nebulizador para el asma, se lo colocó en la boca
y el muchacho aspiró con desesperación. Caminé rápidamente en búsqueda de algún
teléfono, por fin encontré una tienda, coloqué saldo al celular y marqué el
número. Me contestó la voz de un hombre.
-
Por favor, estoy
llamando de parte de la señora Rita dice que venga a recogerlos.
-
¿Quién habla? Contestó
una voz seca y gruesa.
-
Soy una persona que los
está ayudando, su puerta de casa está cerrada, olvidaron la llave dentro.
Traté
de ver el número de la cuadra. No había precisado esto cuando colgó.
Cuando
regresé ya no estaban, pero la puerta de aquel lugar estaba abierta, atisbé, la
curiosidad me ganó. Entré a una sala con sillas blancas de plástico colocadas
en orden, una mesa cubierta por un paño púrpura y una copa aquello parecía un
salón de rezos donde se celebraría una misa o algo así, quizás se realizaría
una ceremonia y la gente se haría presente en cualquier momento. Algo asustada
salí, olvidé la visita a la colega, tome el bus y regresé a casa.
El
marido no comentó nada y la mujer empezó a comer. La mano izquierda de Dante soltó el cuchillo
que cayó al suelo y empezó a temblar involuntariamente; la mujer se levantó para
sostenerlo, parecía tener una especie de descontrol nervioso.
-
Dante, llamaré al
médico, no era momento para contarte esto, perdóname
-
No llames a nadie, ya se me pasó…ven siéntate y continuemos comiendo.
El
anciano recobró la calma poco a poco, no se dijeron más palabras.
V
Al día siguiente muy temprano su
mujer había ya salido, sus dedos habían
estado jugueteando otra vez con los bordes del espejo. Lo dejó sobre la
cómoda, salió y movió su silla hacia el
refrigerador, apenas había sacado la lata de anchovetas cuando escuchó caer
algo al suelo, la gata había pegado un salto, subido al mueble y el espejo
resbaló. Soltó la lata y fue hacia el objeto esperando lo peor, lo levantó, los
trozos partidos permanecían dentro del marco. Una súbita cólera le embargó,
lanzó una mirada furiosa a Imelda quien se escabulló bajo la cama.
Tomando el espejo en su regazo enfiló la
silla hacia la ventana con enérgica actitud. De manera casi automática lo
colocó como acostumbraba, de tal manera que esta le reflejase lo que ocurría en
las calles, los trozos compartimentados en rajaduras y segmentados reprodujeron
como en caprichosas pantallas los vehículos pequeños atestados de pasajeros,
carretillas repletas con refrigeradores, carcasas desvencijadas de televisores,
maniquíes desarticulados, montañas de cajones de frutas vacíos, una pierna
humana de maniquí trozada encima de promontorios de botellas de plástico,
cientos de carretes de cintas de grabación VHS hechas amasijo; en un auto, una
mujer voluminosa empotrada en un asiento minúsculo sujetando una botella de
cerveza, miradas torvas, más allá pordioseros con las extremidades inferiores
arrastradas, puertas de iglesias enmohecidas, palomas que picoteaban las
costras de una mendiga con niños a sus costados.
Se apartó del torbellino de imágenes, su
mente era un hervidero de cuestionamientos poco claros. Llevó la silla hasta la
pequeña sala y se mantuvo inmóvil. Un frío súbito de pavor le vino ante la
inminencia de los gemidos de la niña “otra vez los escucharía, y otra vez
abriría la puerta para no atreverse a mirar más allá” pensó. Pero esa mañana no
se escuchó nada y la expectativa en silencio permanente le había fatigado.
Volvió al dormitorio, percibía una
mezcla de miedo por el presagio de la voz y de la presencia de las imágenes.
Encontró la lata con pescado en el suelo, intentó recogerla por las moscas que
atraería y cuando fue a levantarla hacía buen rato que Imelda había relamido el
interior del recipiente. No levantó. Volvió al
cuarto, guardó el espejo quebrado y se recostó, no podía dormir. La inquietud
de la angustiosa espera de la voz le hizo caer en un sopor donde dudó si las
imágenes habían sido reales “tal vez fueron solo recreaciones de mi mente que
aparecen en el espejo, detalles que toda la vida he visto en calles y no les he
prestado importancia”. El cansancio le hizo dormitar, pero despertó
abruptamente, agitado subió a la silla y se dirigió a donde había dejado el
espejo. En el suelo pudo ver algunas gotas de sangre, giró su asiento tratando
de buscar el origen, le estremeció pensar que la gata se había cortado la
lengua con los bordes filudos del recipiente, fue hacia la cocina y no la
encontró, Tampoco estaba en la habitación. Se volvió a recostar, se estaba quedando
dormido otra vez cuando un leve maullido lo despertó, atisbó debajo de la cama
y la gata estaba allí mirándole. Entonces le ganó el peso del cuerpo y se
desplomó pesadamente, inmóvil se sintió en una posición ridícula ante el animal
que no le sacaba la vista de encima y se le acercaba. Intentó incorporarse pero
era inútil, sus brazos desfallecientes se dieron por vencido, en los ojos fijos
de la gata le pareció ver un brillo de ironía, se relamía dejando manchas
sanguinolentas en los bigotes, imaginó que los sollozos de la niña en su mente
se volvían sonrisas que luego devenían en carcajadas de una mujer. Presa de
angustia se tapó los oídos.
Cuando
Alicia llegó lo encontró así en el suelo, se había quedado dormido, lo levantó
con dificultad y le reprendió por el descuido que alimentaba la desconfianza de
dejarlo solo.
En
la cena ella continuaba molesta por lo sucedido. Consideraron que la gata debía
ser llevada al veterinario pese a los gastos inoportunos que aquello acarreara,
era necesario por el cuidado que le debían.
Cuando
el disgusto fue cediendo, Alicia le dijo que el día de mañana vendría un
técnico de la compañía de teléfonos a instalar un equipo fijo.
-
Pero ¿de dónde
sacaremos dinero para pagar una cuenta? no es necesario.
-
No seas terco, sabes
bien que es necesario, cualquier emergencia, como la de hoy podrías llamarme al
celular. Pagaremos la tarifa más económica.
-
En todo caso un celular
saldría más barato y no tendría que moverme para llegar al fijo.
-
Tú no entiendes de esas
cosas, te será difícil manejarlo, no comprenderías bien esos aparatos. Si se trata de urgencias
nos servirá el teléfono, el fijo es mejor. No nos hagamos problemas Dante,
considera que es necesario.
Aceptó
a regañadientes.
-
No te has afeitado en
varios días, no descuides tu aspecto. En breve debes comenzar la
rehabilitación, debes ir preparándote.
No
le mencionó que el espejo se había roto. Tuvo cuidado de esconderlo y los
siguientes días entre apreciaciones del uso del teléfono, comentarios de gastos
y el tratamiento que el veterinario había señalado para la gata, el anciano
trató de que no viera como había quedado.
No
sacó el espejo durante días. El teléfono le mantuvo ocupado con las llamadas
para empezar la rehabilitación, siempre sonaba ocupado, necesitaba reclamar
porque se retrasaba el inicio del programa, pero esto era más por indicación de
su mujer que por él mismo.
Otra
mañana, habían ya terminado de desayunar y ella salía del baño y tomaba su
cartera cuando Dante volvió a escuchar los sollozos de la niña, era la primera
vez que ocurría estando Alicia, miró a su mujer esperando el momento en el que
ella le preguntase si los escuchaba; pero ella continuó arreglándose el cabello
y le dio un beso, el anciano pensó que fingía no escuchar o tal vez la prisa
por hacérsele tarde la ensimismaba al punto de no percatarse. La retuvo en la
puerta.
-
¿Escuchas?
No se percató al instante de la
pregunta
-
¿Eh? ¿Qué dices?
Volvió a abrir la
cartera para cerciorarse que llevaba el monedero. El sollozo ahora iba
acompañado de gimoteos y de más palabras inconexas.
-
¿No escuchas o estas
sorda? Le espetó con fastidio e impaciencia.
-
¿Qué te sucede? ¿qué
tengo que escuchar? Se me hace tarde.
El hombre llevo la silla de ruedas
a la puerta, la abrió y gritó desaforado
-
¡No me digas que no
escuchas ese maldito llanto!
La mujer lo miró absorta, se acercó a la
puerta aguzando el oído, la justificación inmediata de ella era el cansancio de
su marido por todo lo ocurrido, los cambios en sus vidas. Le apremió la
tardanza y el descuento probable. Se acercó a él y lo quiso abrazar pero él la
rechazó
-
Déjame, estaré bien
así.
Tratando
de no pensar más la mujer partió y cerró la puerta. Dante se tapó los oídos con
angustia. Pensó otra vez que aquello provenía de su mente, pero era tan claro y
ahora aumentaba el volumen. La voz volvía a pedir que detuviese los golpes, el
chorro de agua de la ducha era más intenso. El anciano iba y venía por el
estrecho espacio de su sala. Imelda encima de la refrigeradora le miraba
zigzagueando con la cabeza. De pronto los sonidos cesaron. La silla de ruedas
se quedó quieta. Pasaron quizás unos diez minutos. De pronto el teléfono sonó.
¿Quién sería? Su mujer le había llamado una vez para probar el funcionamiento
del aparato, Contestó, colgaron. Pero otra vez sonó. La gata miraba el punto de
origen del timbrar. Tomó el auricular y preguntó. Nadie le respondía. Volvió a
preguntar y sólo silencio. Lanzó un insulto y colgaron. De inmediato, como en
un acto reflejo buscó en el ropero el espejo quebrado, miró en el su rostro, la
construcción de un territorio
cuarteado y confuso de trozos inconexos. El teléfono volvió a sonar,
dejó el espejo en la cama, la gata se
sentó al pie de la puerta del dormitorio. Se dirigió al teléfono y contestó,
nuevamente un silencio. Aguzó el oído para percibir de donde salía la llamada,
de una calle, de un espacio cerrado, pero no escuchaba nada, de pronto se oyó
una voz apremiada:
-
Como siempre…la
picana…el submarino por el hueco…¿qué esperas?
Colgó
de inmediato. En el pasmo helado en el que permanecía su mente resonaba el tono
de la voz, parecía recordar algo lejano, quizás proveniente del recuerdo de un
sueño que empezaba a abrir sus claros. El teléfono otra vez sonó. Llevó la
silla a un lado y a otro nerviosamente. Levantó por fin el auricular y se
escucharon voces entremezcladas.
-
¡Húndelo!...ahora….!zona
de desplazamiento!...!habla carajo! ¡Ahógalo!
Cortó
con violencia. La gata no estaba ya ni en el piso ni encima del refrigerador.
Una especie de sombra lechosa se iba impregnando lentamente al interior de su
cabeza. La memoria iba dejando aparecer como destellos opacos recuerdos que
cada vez menos provenían de sueños, adquirían contornos de sucesos ocurridos
que paulatinamente iban ganando terreno, avanzando por entre las paredes
prominentes de una cueva musgosa, húmeda, que se veía conmocionada por impactos
sonoros que reverberaban como flashes. Esos muros oscuros, se abrían como
costras enmohecidas en un tiempo que, podía percibirlo, había transcurrido
almacenando un peso indefinible, se entreabrían dejando ver en sus intersticios
la herida viva que se había creído desaparecida y estaba allí, abierta y
supurante. Si la herida crecía, pensó, abarcaría de a pocos su consciencia
posesionándose de su vida posterior a “los hechos,” se apoderaría de aquella
cotidianeidad que había tejido durante años y que constituía la estructura base
que había determinado el encierro consecuente, lógico y paulatino de los
recuerdos en un espacio de reclusión infranqueable, donde nadie, ni el mismo
podía entrar.
-
Reconozco esa voz, se
dijo.
Sonó
demasiado familiar en un momento de su vida, lo sabía bien y sin embargo lo
había olvidado. Los nombres, códigos, documentos, se perdían entre el incesante
tecleo de las máquinas de escribir, las clasificaciones que ahora comprendía
habían formado parte habitual de “esos días”, pero, como una tarea a asumir,
pronto volvían al presente, recogiéndolos de aquel lugar lejano y adquirirían
consistencia. La llave maestra
de su memoria logró abrir esa puerta.
De
inmediato, casi automáticamente tanteó en la cama y volvió a tomar el espejo.
Nerviosamente lo llevó otra vez a la ventana y colocó el objeto reflejando los
costados. No sabía ya porque seguía haciendo eso, un impulso irrefrenable lo
empujaba. En los fragmentos quebrados aparecieron trozos simultáneos de
pasadizos oscuros, luces de focos en techos altos que provenían de lúgubres
cuartos, oficinas destartaladas y habilitadas para un objetivo preciso, eso lo
sabía. A los costados se agrupaban cajas de cartón unos encima de otros,
papeles en pilas, rumas de libros vetustos y polvorientos que parecían de tenor
contable, un caño abierto desde el zócalo de una tubería doblada dejaba caer un
hilo de agua que se empozaba en el suelo.
Miró en otro
fragmento brazos que golpeaban despiadadamente espaldas desnudas con varas de
caucho, en otros, el tumulto en una avenida congestionada, hombres empujados
con violencia desde la penumbra de callejuelas
llevaban rumbo apresurado mencionando al pasar sus nombres y apellidos. Dante Colchado aterrorizado
giró la silla. El silencio y la quietud se apoderaron de la habitación que
recorrieron sus ojos con espanto, ¿Dónde se habría metido Imelda? Debía darle
de comer, de seguro me está espiando desde algún rincón ¡maldita gata!
Sonó
el timbre de la puerta, era la primera vez que manifestaba su ruido seco como
de descarga eléctrica. El pavor hizo que soltara el espejo que al caer se
volvió a partir dejando fragmentos más pequeños que a duras penas seguían
contenidos en el marco. Lo recogió y guardo en el ropero, parecía estar
congelado a la silla de ruedas. Como había sucedido con el teléfono, dejó que
siguiera sonando, tres, cuatro veces, pensó que quien fuese se iría.
-
¿Alicia, eres tú? ¿tienes llave?
Nadie
respondió. Intuyó que venían a buscarlo. El timbre seguía insistiendo. Llevó la
silla despacio hacia la puerta, la abrió, el horror le congeló la sangre.
Estaba allí el hombre joven y ciego de gruesos anteojos de carey, cuyo pantalón
oscuro le llegaba a los tobillos dejando entrever las sucias medias blancas,
presa de un manojo de tics, sonreía nerviosamente, temblequeaba tratando de
sostenerse de pie; de pronto apareció a su costado la pequeña anciana que
permaneció unos segundos fuera del dintel asomando de a pocos su cabeza. Los
miró absorto, a pesar de no saber quiénes eran y que querían, supo de donde
provenían; de un pasado lejano donde estaba determinado que la tarea se
cumpliese hasta el más mínimo detalle. Ahora, ellos estaban allí, “los
clientes” a quienes se aplicaba “el servicio” parados en su puerta y le
buscaban.
La anciana esbozo una mueca y
habló.
-
Mire, al fin encontré a
mi hijo
Media
hora después Alicia volvía a casa. Cuando se abrió la puerta del ascensor,
escuchó aterrada a su marido gritar frases incoherentes en la puerta del departamento,
pensó que tendrían visita, pero ninguna amistad o familiar conocía la
dirección. Al entrar, su marido calló. La miraba con ojos desorbitados y la
respiración agitada. Se apresuró a atenderlo, le alcanzó un vaso con agua que
rechazó, tampoco quiso contarle nada. Temía que al dejarle por tantas horas
solo estuviese desvariando ¡dios...que estamos haciéndonos Dante!. Le abrazó y
llorosa le pidió calma y que haría lo posible por cobrar su jubilación, que con
lo que recibiese buscarían otro espacio mejor y que incluso harían un viaje
aunque sea cerca para despejar lo que de pronto les había cambiado la vida.
Luego,
se calmaron.
Imelda
apareció, se echó a los pies de la mujer, poco a poco se tranquilizaron. Volvió
el silencio a la hora de cenar.
VI
La
mujer calentó la comida que había traído, sirvió la mesa.
Mañana
pasaré por el hospital para quejarme por la demora de la rehabilitación.
-
Olvídate de eso, no
deseo ya hacerla.
-
Pero que estás
diciendo, la necesitas, sabes que podrías volver a caminar
-
Tú no crees eso, sabes
bien que no volveré a caminar, será una pérdida de tiempo.
-
No puedo creerlo, no te
molestes si te digo esto, después de estos últimos meses quizás estés
necesitando que salgamos más seguido, como antes.
Le lanzó una mirada furiosa que
asustó a su mujer.
-
¿Cómo antes? No estoy
loco…no lo estoy…es este lugar…tendrías que escucharlo…mientes si me dices que
no has escuchado…
-
¿Escuchado qué Dante?
Por dios...no te comprendo..
-
¡Los gritos de esa
niña, su llanto pidiendo que la ayuden...y yo estoy aquí y la busco y no sé de
donde proviene…o quizás si…sólo que no puedo recordarlo…es un clamor del pasado
o de algún lugar en este maldito edificio que no puedo saber!
La mujer corrió a abrazarlo pero él la
apartó.
-
No estoy loco
Alicia...lo escucho…juro que lo escucho…quédate aquí a esperar…espera conmigo
que vuelva a llorar esa niña…parece estar en una ducha y cae el agua a chorros
para tapar su pedido de ayuda…no solo es eso…vinieron buscándome, una mujer y
su hijo…
El
hombre se llevó las manos a la cabeza con desesperación, ella lloraba a su
lado.
VII
Al siguiente día temprano su mujer dudó
en ir a trabajar. No estaba decidida a dejarlo sólo pero él le animó a no faltar. Dante se había
levantado antes que ella, estaba mucho más calmado y su voz parecía segura y
con determinación. La medicación había obrado bien, pensó Alicia. Estaba en el
baño cuando le lanzó la pregunta:
-
¿Dónde has dejado el
espejo?
Le
dijo que no recordaba donde lo había dejado, que lo buscaría, total y tenía
todo el tiempo del mundo para hacerlo.
Simuló
firmeza y para que viera que estaba de buen ánimo le ayudó a servir el
desayuno. Dijo que había cambiado de opinión y que llevaría la rehabilitación.
Le solicitó que pasase por la oficina para reconocer el porqué de la demora.
Con más confianza y con la promesa de que no demoraría mucho tiempo en volver
la mujer salió.
Pero
apenas estuvo sólo Dante Colchado, se preparó para escuchar las voces y esperar
las presencias. Alistó una máquina grabadora a casette que hacía años no tenía
uso y empezó a hablar. Entre trozos de reminiscencias y silencios prolongados
transcurrió aproximadamente hora y media. Entonces la voz de la niña apareció,
pero él ya estaba preparado, dejó el aparato en la mesa y abrió la puerta de
golpe, movió un par de metros su silla hacia la puerta del departamento de
enfrente, en algo destacaba la claridad de ésta en el dintel inferior de su
puerta. Estaba decidido a llamar porque reconocía o quería creer que de allí
venía el sollozo, pero aún no había avanzado lo suficiente. De pronto, de la
oscuridad apareció frente a su rostro, a una distancia y altura de la pared
enfrente, el contorno de un objeto que flotaba lentamente y se acercaba a él. Era
el espejo.
Los fragmentos en el marco refulgían en sus bordes troceados. En
cada uno se veían cuartos en penumbra apenas iluminados por mortecinas luces,
en otro un cuerpo era levantado de una soga amarrada a las muñecas con los
brazos atrás; en otro, cuatro sujetaban a uno y le introducían la cabeza con
suma violencia en un silo donde rebosaba agua con excrementos: en otro, dos
sujetaban a una mujer joven de los brazos mientras un hombre le cercenaba un
seno con una bayoneta ante los alaridos de ésta; en otra un hombre desnudo
estaba en el aire sujetado de alambres metálicos envueltos de los brazos y dos
le abrían las piernas entre risotadas y burlas introduciéndole un cable
eléctrico por el ano que hacía estremecer su cuerpo. Las imágenes sucedían
simultáneamente entremezclando gritos espantosos de dolor e imprecaciones de
los ejecutores. Aquello había hecho tocar el fondo de horror al que había sido
capaz de llegar la conciencia de Dante Colchado en toda la amplitud de su
atrocidad, en cada una de ellas aparecían las manos de alguien no visible, como
verificador con tablero, papel y lápiz.
Era él.
El
espejo retrocedió en el aire y desapareció, es así que la puerta del
departamento de enfrente se abrió, el sollozo de la niña se hacía más fuerte
así como el de la ducha. Comprendió que esta avalancha de lo sedimentado en el
fondo de su mente saldría totalmente a flote, se armó de valor porque sabía lo que haría. Muy
lentamente avanzó su silla de ruedas, entonces el hombre que había visto hace
días subir las escaleras, de saco y pantalón gris apareció entre las jambas con
la camisa mojada y remangada, su rostro cubierto por una sombra y la
respiración agitada. Le invitó a pasar con gestos de cordialidad y sin proferir
palabra, Dante se acercó aún más, el llanto de la niña fue aclarando las
palabras.
-
Papá..papito no me
pegues más…papa..no más!!
De
pronto unas voces le llamaron desde su departamento. Volteó y la mujer anciana
y ciega con la canasta de mercado y el joven, ambos sin anteojos, estaban
sentados en su sala, sus ojos eran cuencas vacías y sobre sus palmas abiertas
dirigidas a él sostenían sus globos oculares. Imelda descansaba cómoda en el
regazo del joven. La anciana le habló con ternura.
-
Este es mi hijo, todos
los días venía a dejarle el almuerzo. Un día después de hacer las compras para
cocinar me llegó la noticia de que no estaba entre los detenidos.
Dejó sus ojos en el suelo, sacó un papel
y le mostró a la distancia
-
¿Podría hacer una llamada por favor y decirle
a esa persona que nos venga a recoger?
Se
incorporó y fue caminando pausadamente hacia Colchado dispuesta a alcanzarle el
papel. Él miró hacia la puerta de donde salía el llanto de la niña y el hombre
sin rostro le imprecó con voz calmada.
-
…Todos los utensilios
deben permanecer en perfecto orden, así como el recuento de todos los
“clientes” con nombre y apellido…
Se
quedó lívido, apretando las ruedas de la silla, la mujer se acercaba, el hombre
que le daba órdenes, el llanto de la niña; aquello sobrepasó lo que podía
soportar.
En
su desesperación total avanzó hacia el tragaluz, se encaramó en la balaustrada
y cayó al vacío.
EPÍLOGO
Gran
cantidad de vecinos entraban y salían de sus departamentos agolpándose en la
escalera. Un grupo de curiosos se asomaron a la puerta principal del edificio.
El taxista con la gorra de tweed, la beata, el cargador que había dejado un
armario amarrado con soguillas en su carretilla, el policía de tránsito, y
otros más, un maestro de escuela, dos estudiantes, una niña, unos harapientos.
Luego tomaron mayor determinación y se atrevieron a ver el cadáver. Pese a ser
de día, el hall de entrada estaba iluminado por fluorescentes.
El
taxista se quitó la gorra, los estudiantes bordearon el cuerpo, sacaron
libretas y tomaron apuntes, alguien ya había informado a la policía y esperaban
con ansiedad el reconocimiento del cuerpo por su esposa, que aún no llegaba y
trataban de averiguar desesperados como podían comunicarse con ella y que se diera prisa.
En
el departamento que compartían los dos ancianos, un dedo apretó la cinta
magnetofónica. Se escuchó la voz de él:
“…Que importa cuál es
mi nombre eso no dice quién fui, lo realmente terrible y es lo que me ha estado
consumiendo día a día desde hace semanas, no es lo que me tocó ver ni mi
responsabilidad. No es lo que hice, sino la capacidad de haber olvidado, el
horror del olvido, Dios ¿qué me hicieron para no haber podido recordar?..¿Qué
me hicieron?.
El grupo de curiosos poco a poco se fueron
retirando.
Cuando retorno la oscuridad y el silencio,
Imelda bajó las escaleras sin hacer el menor ruido y se arrecostó en el lugar vacío
donde había estado el cuerpo.
Escrito
en Lima, 2015.
ISBN: 978-612-47332-0-8 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2019-16317
© Todos los derechos reservados.
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